Anahí Vidal: Y se postergó la cita

Mientras pienso en aquellas interminables semanas en que mi madre estaba internada en el sanatorio, los recuerdos se mezclan con tantas emociones que se me dificulta distinguir lo real de lo ficticio.

Cada día, después de mi trabajo, y hasta la medianoche, iba a cuidar de ella. Como hija única cargaba con la situación a mis espaldas, lo que me generaba mucha ansiedad. Creo que fue el contacto más cercano que tuve con la Muerte, aunque no era la mía; sin embargo, ahora me doy cuenta de que es la misma entidad que con anterioridad yo había percibido en el olor que inundaba el cuarto de mi abuela dos días antes de fallecer, y en la opresión del pecho que me ocasionó entrar por primera vez a un velorio.

Yo estaba entredormida, sentada en una silla a los pies de la cama de mi madre, cuando me despertó un airecillo helado del que no pude encontrar la procedencia. Me levanté presurosa a tapar a mi progenitora, pero al hacerlo volví inmediatamente al asiento, sorprendida por un mareo que duró unos minutos. Fue ahí que la vi. Primero la confundí con una mancha de humedad en la pared, pero después fue acercándose y adquiriendo más nitidez. Enseguida tomé conciencia de que era la Oscura. Lo intuí enseguida: su rostro pálido e impersonal, sus ojos de vidrio, verdes como las botellas de vino, y su vestido de raso de un color entre morado y marrón me dieron la certeza. Un velo negro cubría su cabello, aunque no sé si tenía mucho.
Las manos crispadas como garras de animal en peligro me llamaron la atención por la violencia que transmitían, aún en reposo. Como no podía pararme, pues estaba incomprensiblemente pegada a la silla, me atreví a preguntarle: “¿quién eres?”, más por decir algo que por saber, pues ya los pelos crispados en mi nuca me lo habían avisado.

No le interesó contestarme. Estaba Ella absorta mirando a mi madre que respiraba entrecortadamente. “¿Por lo menos puedes dignarte a notar mi presencia?”, le dije con voz enronquecida por la irritación y el miedo.
Solo me miró con ojos vacíos, como si yo no ocupara un lugar en la habitación.

“¿Ella ya vio a sus parientes muertos que vienen a buscarla?”, interrogó de repente, de tal forma que parecía que se trataba de una consulta médica en la que yo podría darle datos para un diagnóstico. Eso me puso más furiosa aún, y le respondí: “¿Qué te importa?” Inmediatamente supe que había “metido la pata”, pero ya estaba… ya lo había hecho.

Hacía muchos días que mamá no comía. Un virus alojado en la médula la había dejado postrada, casi inconsciente. Le daban suero intravenoso para evitar la deshidratación, y cada vez que venían a pincharla gritaba y lloraba como una niña pequeña, mirándome con sus ojitos aterrados como rogándome que les pidiera que la dejaran en paz. Por todo eso, por su edad y por sus enfermedades anteriores, yo ya estaba haciendo el proceso natural de aceptar la cercanía de su deceso, pero de ahí a estar cien por ciento preparada, quedaba un buen trecho, pues nunca el ser humano está totalmente dispuesto a enfrentar la muerte de un ser querido.

Lo insolente de mi respuesta hizo que la Temida por fin posara su mirada en mí, lo que literalmente me congeló la sangre. Su porte altanero transmitía el poder implacable que tienen las sombras de aquellos que se saben invencibles, ¡y vaya si lo tenía!, porque ahí se me empezó a cerrar la garganta. Sentía que una soga invisible me estaba ciñendo a la par que Ella crispaba sus dedos. Apreté mis párpados para centrarme en soportar lo mejor posible la opresión, llevé mis manos al cuello y me desvanecí.

Volví en mí en el instante en que entraba una enfermera a la sala, avisándome que pondrían a otra persona en la cama de al lado. Todavía aturdida contesté que sí, y ella, viéndome adormilada me aconsejó: “Váyase a su casa tranquila, se la ve agotada. En media hora viene la funcionaria del servicio de acompañantes de la noche, y mientras, si la señora necesita algo, yo la atiendo. Cuídese usted también.”

Aún con cierta sensación de ahogo, me paré, le di un beso a mi madre, y me fui. No podía más.
A la mañana siguiente volví temprano al sanatorio, llena de ansiedad. Apenas entré a la habitación vi que a mi mamá le estaban pasando un líquido intravenoso blanco, llamado alimentación parenteral. Eso significaba que le prolongarían la vida… y el sufrimiento… en aras de una posibilidad inexistente.

Algunos dirán que yo debería haberme alegrado, sin embargo no, no lo hice. Estoy segura de que pusieron la mejor buena voluntad en el intento, pero en el fondo de mí yo sentía que cualquier cosa que hicieran estaba destinada al fracaso.

Volví a encontrarme con la Muerte un mes y poco después ante el espejo del baño de la sala velatoria. En esa oportunidad me vino a pedir disculpas por su arrebato de ira para conmigo, aduciendo que ella era así, y luego me dio el pésame por llevarse a mi madre. Me explicó que aquella noche ambas habían llegado a un acuerdo, pero que, de madrugada, mientras ella estaba distraída en sus letales ocupaciones, la ciencia había postergado la cita pactada.

Yo nunca antes había comentado este suceso que tal vez solo ocurrió en mi mente. No obstante, después de mencionarlo quisiera añadir que al poco tiempo fue mi madre la que me visitó en sueños. ¡Se la veía tan joven y bella! Supe entonces que ella estaba bien.

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