Cuando la Hortencia lo conoció al Isidoro, le pareció un petiso compadre nomás, y miró pa´ otro lao, aunque ella no debería de elegir mucho, pues lo único agraciado que tenía, era el nombre de una flor.
Y el Isidoro, después de recorrer todas las gurisas del pueblo, que para él era nuevo, insistió otra vez con la Hortencia. Ella lo pensó mejor, y entre que sí, que no, le dijo que sí.
Si la Hortencia pensaba que se iba a casar pronto, estaba muy equivocada. Resulta que al buen mozo le faltaban las ganas de trabajar y le sobraban las ganas de garufa, tanto que, un día, muy disimulada ella, lo esperó con una chanchita pa´ dir ahorrando pa´l casorio. Al Isidoro no sé si le gustó mucho la idea, pero ante la suegra, no tuvo más remedio que apechugar.
Y así fue que al tiempo se casaron. No fue chica la tarea de la pobre Hortencia pa´ encaminar al marido en el hábito del trabajo, pero como resultó ser buena paridora, no hubo más remedio que agachar el lomo.
Y así, con el tiempo y más gurises, el Isidoro se fue haciendo al trabajo, aunque de a poco, no vaya a creer.
Hoy, han pasado los años, los hijos, hombres y mujeres, tienen sus casas como Dios manda, y de cuando en vez, o de vez en cuando, nos llenan la casa de nuevo.
Lo único malo de todo esto, es que al Isidoro, como de joven no hizo mucho que se diga, ahora de viejo le ha dao por trabajar, y a la Hortencia, que ya arrastra las patas, me la tiene de arriba pa´ bajo y de aquí pa´ allá.
Antonio Lissio: Del Isidoro y la Hortencia
