Antonio Lissio: Juanillo, su perro y demás

Casi unos setenta años debieron pasar para que Juanillo, ante un insuceso, dejara escapar en sus palabras y en su cara que tuviese sentimientos.
Así de escondidos estaban en él, se decía que nunca nadie le había visto lagrimear por nada, ni por nadie, siempre igual, cuando mucho algo más de austeridad en su rostro curtido.
No faltó quien asegurara, que el verdadero y único amor que había tenido su austera vida, era el pucho de Río Novo, que. al gastarse y verse diezmado en cenizas, quedaba pegado a su labio inferior subiendo y bajando al ritmo de sus palabras.
Muchos lo conocieron más tiempo que yo, de ellos nutrí mis conocimientos sobre semejante personaje.
Uno de ellos me contó un día, de cómo Juanillo había escapado de una cita amorosa (prohibida), porque su Julieta ya tenía dueño.
En la medianoche, cuando de regreso de embarcar un tarro lechero, anclaba su transporte al reparo de algún molle, donde carro y caballo, pasaran desapercibidos.
No hay caso, la noche siempre tiene ojos, y el dueño de estos, supo desprender los tiros del carro, dejando todo tal como lo encontró. Se comentó que aquella noche, Juan “Pata de bolsa”, sufrió un retraso en su emocionante visita, y debió escapar corriendo.
Ni el estribo usó para saltar al carro, manoteó las riendas, el trenza de ocho, y de un chirlazo nervioso castigó el anca del caballo. Fue todo en un instante, las riendas huyeron de las manos de Juanillo, el caballo del carro, y el pobre Juan, aterrizando de bruces delante del carro, mismito que avión que se le acaba la nafta.
Tal y como las Mil y una noches del libro, mil y un cuentos de Juanillo, en otra oportunidad habrá más relatos, hoy me limito a decir lo que vi, nada de aquello de que prendía la mujer a la rastra, aunque muchos lo aseguran, no digo nada.
Digo sí que en mi vida vi una persona tan nerviosa y apurada para jugar una conga a cien tantos, lo hacía parado al mostrador, tomando su grappa, y encendiendo de vez en cuando el pucho, que asediado por la saliva, se negaba a arder, apenas si cabeceaba cuando su dueño pedía otra grappa.
Mientras tanto en la calle, el matungo prendido, cabeceaba como queriendo ahuyentar el sueño.
Las hojas de años de almanaque, se las llevó el viento, excepto algunas que se usaron en otros menesteres. Recuérdese que, en casos de urgencia, no hay en las calles de la campaña, un baño por cuadra, cuando mucho algún árbol sembrado a pájaro, por los alambrados, o alguna mata de cardos, pero estas últimas pinchan… Siempre mejor la hoja de algún almanaque desgastado por el uso y los años.
Sí, en el cuento, así llegamos a Juanillo, el perro y demás… Aquella mañana de tropa, el demás tornóse en poste de teléfono en una ruta camino a Mendoza. Algo viejo, Juanillo arrendó su campito y buscó refugio cerca del pueblo, con su mujer, su matungo y sus perros.
¿Para qué había regalado el voto como cincuenta años? Para esto, para que uno de cualquier color, le solucionara algo achacoso y viejo, su vida. Fue así que, mientras que sus colores no cumplían con su parte, Juanillo, caballo, mujer y perros debían comer a diario y la tropeada sería la solución.
Dos perros, mujer, caballos, Juan y un par de gatos que afectuosamente los recibieron no bien llegados al pueblo.
—No te atrevas a tocarlos —levantó al fin la voz su mujer—. Si hay que ahorrar, desprendete más bien de algún perro, que la pasan echados todo el día al sol, los gatos al menos cazan los ratones.
Y Juan por vez primera, metió ante su mujer violín en bolsa. Ensilló, llamó sus perros, al que consideró más inútil, le puso collar y una piola larga, a su cintura ataría la otra punta, no llevaba recado, apenas unos jergones.
Por mismísima boca de Juan, me enteré de la tropeada y sus pormenores.
—Pasando el puente de Severino, en la primera entrada a un tambo, lo iba a dejar atado —dijeron Juanillo y el pucho—. Y el otro bobo que iba suelto, se quedó sentado con él, mire que tienen cosas raras los perros. No pude hacer otra cosa que atarlo de nuevo a la cintura y seguir, las vacas se estaban desparramando, y el ganado holando, que es porfiado, a poco nomás, se me dio vuelta una vaca y tuvimos que correrla —agregó—. Ahí se dio la cosa, por culpa del poste del teléfono. No sé por qué los ponen en el camino. Yo y el caballo le pasamos por un lado al galope, por el otro lado el perro, y se me ocurre llamarlo, al obedecer, se dio dos o tres vueltas en el poste, y yo que venía al galope, quedé en el aire y sin caballo. ¡Cuando desperté del porrazo, los tenía a los dos echados conmigo! No diga nada, me puse a llorar, guardé en la maleta piola y collar, y los tres sueltos acabamos pronto con la tropiada, ayudándome, que ni hijos que fueran.
Lo vi lagrimear nuevamente, al instante pude percibir el milagro que hace una piola, dos perros, y un demás, que en este cuento se llama poste de teléfono.
Una vida entera para llegar al alma de Juan. Nunca es tarde…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *