Retornaba tras muchos años al pequeño pueblo en el que había iniciado su labor como médica, siendo muy joven. Tomaba el sendero que conducía al mismo, alejado de la ruta, desplazándose bajo los eucaliptus que contorneaban la misma.
Los árboles mecían sus hojas agitadas por una tenue brisa, semejando susurrar; los mismos árboles de otrora. Eran épocas tormentosas para el país en esos años, como el cielo tormentoso de hoy que amagaba lluvia.
Nunca había conocido ella la vida del pueblo. Entonces, como ahora, la mayoría de su población era gente modesta; a veces maliciosa, algunos con la picardía del gaucho, otros de mala intención. Se sentía observada con recelo.
Se radicó allí, en la casa junto a la policlínica, nuevas ambas, permaneciendo la mayoría del tiempo sola con sus dos hijas pequeñas.
Acudía diariamente la enfermera a la consulta matinal pública; en la tarde concurrían los escasos pacientes mutuales y atendía sola.
Entre tantas historias vividas, rescataba hoy un hecho que marcó su vida por largo tiempo.
Recordaba aún el sonido perentorio del timbre de la casa a altas horas de la madrugada. No sonaba como ocurría en ocasiones que requerían su presencia en la noche —raramente lo hacían—. En esos casos eran tímidos timbrazos, dos o tres apenas perceptibles. Era este un sonido intenso que no admitía una segunda réplica.
Sin pensar, sin dudar, sin atinar a nada rápidamente abrió la puerta. Y allí, bajo la luz de la cochera observó con temor, con pánico, la figura de un hombre desconocido para ella. De gabardina, parado con autoridad refirió necesitarla, urgentemente.
De forma automática le respondió que sacaría el vehículo e iría.
—No. Yo la llevo—. La figura autoritaria no aceptaba negativa.
Rápidamente tomó su maletín y abrigo, observó a las pequeñas dormidas —ni siquiera pensó en dejar una nota de partida— y salió.
En su mente solo rondaba una idea: ¿Volveré?
El corto camino —eran escasas cuadras— le resultó inmensamente largo, a la vera del desconocido de gabardina oscura.
En el interín iba recordando la tragedia de ese gobierno, de los detenidos y desaparecidos. Vivió en ese lapso la agonía de la mujer joven con dos hijas solas en su morada rumbo a lo desconocido.
Finalmente arribaron ambos a una casa, conocida por ella y también al paciente. Suspiró aliviada. Se bajaron allí. La guio a los pies de la cama
—Es mi padre— dijo.
La enfermera, que era vecina, estaba ahí colocando oxígeno al paciente que este tenía en su domicilio, y provisto de las ampollas y jeringas necesarias.
El paciente solía repetir estos episodios y finalmente mejoró después de cierto tiempo.
El hijo la condujo de retorno a su vivienda.
Cerró la puerta de la casa aliviada, agradeciendo a Dios el haber retornado y observó a sus hijas que permanecían dormidas.
Para el mediodía todo el pueblo estaba enterado de lo ocurrido.
Luego de la consulta matinal, concurrió a ver al paciente que ya estaba mejor y recibió las disculpas de su hijo, oficial del ejército, que no residía ahí.
Hoy en ese retorno fugaz después de muchos años recordó claramente las palabras referidas:
—Dicen que la asusté, perdone.