Isabel Rodríguez Orlando: El golpe

Era un día de fiesta escolar del año 1974.
Me veo cruzando la plaza con mis hijos de la mano. Lucen sus túnicas muy blancas, sus zapatos y calcetas impecables, sus moñas azules bien hechas. Su perfume sube hasta mí dulcemente.
¡Qué bien recuerdo esa escena!
También recuerdo claramente que, al tiempo que colocaba un pie en la acera para bajar el cordón antes de cruzar hacia el edificio escolar ya atestado de gente, un dolor imposible de describir me atravesó el estómago y me hizo caer hacia atrás.
Hasta ahí recuerdo. Los sucesos posteriores se pierden en una nebulosa.
Se han dicho muchas cosas por parte de la gente que me conoce de aquella época.
Se ha dicho que alguien —jamás supe quién— tomó de la mano a mis hijos y los introdujo en la escuela para que participaran de la fiesta diciéndoles:
—Mamá ya viene.
Se comentó que desde un camión del ejército que estaba estacionado frente al centro escolar, sin un motivo aparente, saltaron dos soldados, me levantaron, me introdujeron al vehículo y me llevaron sin que nadie viera a dónde.
Tiempo después, y ante ciertos comentarios, fui al hospital a investigar y no hay registro alguno de mi entrada ni de mi salida.
No recuerdo tampoco ni en qué momento ni en qué condiciones llegué a mi casa. Solo sé que regresé. Tampoco sé cuándo volvieron mis hijos ni quién los trajo. Ellos nunca se refirieron a lo sucedido ni yo les hablé del caso.
Sí recuerdo que durante mucho tiempo tuve la misma pesadilla y que por ello llegué a consultar a especialistas que no dieron con su causa. Soñaba frecuentemente que miembros del ejército me desprendían de las manos de mis hijos —que desaparecían— y me llevaban a un lugar desconocido donde me golpeaban brutalmente el estómago una y otra vez mientras me sostenían los brazos levantados para que no pudiera defenderme. Pronto desaparecían de mi vista y yo me veía en una camilla, desprendida ya de las ataduras que antes me mantenían colgada y desde allí observaba hombres y mujeres de túnicas blancas ir y venir constantemente sin mirarme. Yo pedía un calmante, aunque más no fuese para que me aliviara en algo el espantoso dolor, pero nadie se compadecía.
Por mucho tiempo volvió esa pesadilla a molestarme y yo me despertaba agitada. De a poco fue espaciándose en su aparición hasta borrarse definitivamente.
Mucho tiempo después, cuando los terribles sucesos de aquella época parecían haberse aplacado, una amiga de mi madre me dijo casi en un susurro:
—Yo vi cuando te llevaban presa.
—¿A mí? —pregunté extrañada.
—Yo iba a cruzar la calle —agregó con total seguridad de lo que estaba diciendo— y me detuve para que pasara un camión del ejército y vi perfectamente cómo te llevaban desmayada entre dos soldados, el chofer y otro. A pesar de tu estado te reconocí. —Y luego preguntó— ¿Estuviste mucho tiempo?
—No lo sé—contesté.
—¿Cómo que no lo sabés? —se extrañó.
—He olvidado algunos sucesos de mi vida.
—Bueno —dijo ella— tal vez sea mejor

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