Y se sumergió en una realidad
que remplazó el mundo de los vivos
Isabel Allende
Vagaba Elisa en derredor de la casa, y en los caminos próximos.
Escapaba cuando podía a la custodia de sus guardianes. Del mismo modo su mente errante lo hacía. Caminaba y hablaba; su eterno soliloquio, de tiempos pasados, de tiempos venideros nunca del presente.
Vivió desde niña una vida feliz; nacida en cuna dorada rodeada ―así como hoy― de cuidadores.
Recordaba los juegos en el jardín, los tés a media tarde con masas hechas por el personal; vestida tan hermosamente que atraía siempre las miradas. Era una bella niña, de oscuros cabellos y ojos de mar ―o de cielo plomizo― en ocasiones.
Su familia se reducía a madre y padre. Un padre serio, taciturno, y una madre soñadora y amable que, al igual que ella hoy, solía entablar largos soliloquios.
Hablaba con seres extraños a los cuales afirmaba ver.
―La ves, está ahí ―y señalando el suelo con la mano ―ahí están sus pisadas.
―Aquí no hay nada ―refutaba su padre.
Por lo general ocurría esto en las noches al regresar él de sus tareas de comerciante, ―la que rendía grandes dividendos― por lo que llevaban una vida sin apremios económicos.
De todas formas, su madre ajena a tal respuesta, se alejaba a otra habitación continuando su parloteo el que finalizaba de forma abrupta retornando a la realidad: ―ahora sí se fue.
Y continuaba con lo que hubiera estado haciendo, regaba las plantas, juntaba flores las cuales colocaba en grandes jarrones, quitaba el polvo del mobiliario; para descansar luego sentada junto a Elisa.
En los días de verano o primavera, en el ocaso, ambas caminaban por el exterior de la vivienda, un amplio jardín, rodeadas de flores y arbustos, aguardando el retorno de la amiga de su madre.
En el interín le refería historias de seres angelicales que rodeaban su morada, de luz brillante y alados muchas veces.
―¿Sabes, Elisa, por qué no tenemos alas? Dios nos las quitó viendo la maldad que existía en nuestras almas.
A lo cual respondía ella:
―¿Cuándo las volverá a dar?.
―Cuando se termine el odio, la ambición, la hipocresía y las guerras―respondía su madre con mente clara.
De esta forma trascurrían sus vidas.
Elisa concurría a sus estudios, regresando muchas veces con la puesta del sol a su casa.
Poco a poco sus ojos rescataron otra visión de su entorno; conoció a pordioseros con los cuales intercambiaba algunas palabras, dándole el dinero que tuviera en su bolsillo; observaba gente hurgando en recipientes de basura, niños andrajosos vagando solos pidiendo pan y ancianos en puertas de iglesias en busca de limosna.
Por ese entonces la universidad ―a la que concurría― era un hervidero; se formaban múltiples manifestaciones de protesta en las calles, intentando frenar lo que se veía venir, ―el golpe de estado―. Los estudiantes se reunían allí y partían hacia calles vecinas.
Reconoció la realidad de la situación y ella también concurrió a las mismas ―sin comentar palabra en su casa―, en compañía de una amiga, que había conocido allí, más ducha en esas lides ―Pongámonos siempre en el medio es menos peligroso.
Vio caer estudiantes baleados en ellas y sufrió el temor de la embestida del ejército a caballo.
Milagrosamente ambas lograron evadirse siempre por calles laterales.
Nada logró detener el inicio del golpe militar.
En las reuniones de grupos de compañeros un joven de palabra vibrante se acercó a ella. Desde entonces permanecieron juntos.
Un vasto mundo se abrió ante ella. Se embelesaba en los escasos momentos que tenía para ellos, a solas. Descubrió en el sabor de sus besos y la maravilla de sus caricias; un paraíso jamás pensado. Fue su primer y único amor. Ponía especial cuidado en sus horarios para retornar a tiempo a su casa sin contar nunca lo que ocurría.
Por ese entonces, su madre que continuaba hablando sola por las habitaciones y los jardines, sufrió un traspié en estos, golpeando su cabeza en el pavimento. El golpe fue de tal entidad que ocasionó su muerte,
Elisa sintió el tremendo dolor de su pérdida, la angustia de la desaparición de su ser querido; se resquebrajó su alma en mil pedazos. El vacío de su casa le hablaba de ella permanentemente.
Le tomó largo tiempo retornar a sus estudios, para enterarse allí que su compañero había logrado huir a Centroamérica, a escasos días del golpe de estado.
Sola reconoció su gravidez, con alegría y temor. Caviló durante varios días de qué forma decírselo a su padre. Tomó la decisión, por último, enfrentándolo a la llegada de su trabajo.
Al recibir la noticia, su padre empalideció y en un brusco giro cayó sobre el sillón donde su madre se solía sentar parloteando, inclinado en él, sin proferir palabra alguna, tomó la cabeza entre sus manos, meciéndose.
Durante largo rato permanecieron así; ella de pie y su padre doblado sobre el sillón. De pronto se levantó de allí y se alejó de la habitación. No preguntó ni cuándo ni con quién. Solo se marchó. Desde entonces no le volvió a hablar.
Su parto ―acompañada por una empleada de la casa― fue largo y laborioso y a consecuencia de ello su hijo falleció.
Soportó el golpe con estoicismo.
Retornó a su casa aún más vacía y en su habitación, a solas, lloró largamente.
Desde entonces ―al igual que su madre― comenzó los soliloquios desplazándose por la morada, teniendo la visión que ella tenía.
―Allí está ella, son sus pisadas― decía―, y también está él, mira sus piececitos.
Día a día era más frecuente; nadie podía convencerla que no era real.
―Sí ahí están sus pisadas. ¿las ves?
Terminó aquí en esta institución, la cual hoy recorría, parloteando siempre como su madre lo hiciera.