Aracelli Faggiani: Avaricia

No es posible sino que cuando vuesa merced me empezó a querer me contó el dinero,porque a la propia hora que se acabó la bolsa expiraron las finezas.
Francisco De Quevedo
Pasaba cada mañana por distintos caminos. Circulaba en carro tirado por un caballo anciano según parecía.
Era sabido que Diógenes compraba utensilios usados, baterías, ollas gastadas o rotas, botellas, y demás implementos que, a su juicio, fueran útiles.

Se diría ropavejero, sin embargo, poco se dedicaba a la ropa, aunque ocasionalmente la compraba. Circulaba por pueblos y aldeas y para anunciarse hacía sonar una vieja campana obtenida en sus negociaciones.
De mediana estatura, silueta magra, ataviado con un gran sacón gris muy gastado, el cual llevaba siempre (en verano lo depositaba en su vehículo), con múltiples bolsillos siempre ocupados, un pantalón y camisa azul que raras veces variaba.

Parecía de mediana edad.
De carácter conciliador generalmente, se tornaba casi feroz cuando regateaba.
El ir y venir de Diógenes era habitual en la zona.
Vivía en una casa antigua, despintada y cubierta en parte por enredaderas. Aparentaba ser grande, pero al abrir sus puertas era casi imposible entrar y menos transitar por la cantidad de objetos acumulados.
Poseía un amplio terreno cercado por alambrado y de igual forma ocupado por una multitud amorfa de elementos de indescifrable origen. No obstante ello, si alguna persona se acercaba a solicitarle algún objeto de su propiedad, por más viejo que fuera, siempre se negaba a ello replicando que “todo sirve”.

Las historias que circulaban por los pueblos eran que había tenido familia, madre y hermana -de su padre nunca se supo- y al fallecer ellas, comenzó su tarea de ropavejero. Se contaba además que poseía tierras las cuales arrendaba porque no quería distraer su tiempo en ningún otro trabajo.

Nunca se le vio en fiesta alguna. Concurría al comercio del poblado para proveerse de insumos, los mínimos y más económicos, discutiendo siempre por el alza de precios. Cuando esto ocurría abandonaba por un tiempo ese local en busca de mejores ofertas en otro lugar.

Su trabajo le mantenía el día ocupado. Recorría en la mañana por una zona, y en la tarde por otra. En sus habituales recorridas con múltiples paradas hablaba con los vecinos pese a su parquedad; los conocía a todos y sabía de antemano en que casa podía obtener mejores utilidades.

Cuando fallecía alguna persona marchaba presuroso y se instalaba en la puerta de la casa donde había ocurrido el hecho. Sabía que se desharían de los implementos del difunto y quería ser el primero en verlos. Tenía una agudeza especial para reconocer objetos valiosos, por los cuales ofrecía precios irrisorios y, pese a ello, los obtenía.

Acumulaba estos en el sótano, la habitación más segura de su casa, caminando por resquicios y evitando bultos. En esas circunstancias muchas veces trastabillaba y hasta caía en el intento.
Asombrosamente pese a la exposición a las inclemencias del tiempo, en veranos calurosos, inviernos gélidos y varias tormentas con lluvia abundante jamás tenía un quebranto de salud, no podía darse el lujo de enfermar y abandonar su diaria labor.

Su vecina más cercana estaba casi a un kilómetro de él. Era una joven viuda, con ella se detenía más tiempo, aunque sabía que nada poseía que fuera vendible porque, fallecido su esposo, había comprado todas sus pertenencias.

–¿Diógenes, ¿por qué no viene a tomar mate esta tarde?
Esa invitación la había recibido con frecuencia de la viuda y, aunque había querido muchas veces decir que sí, se negaba.
–Sabe qué no puedo, tengo qué terminar el recorrido y vuelvo muy tarde –respondía siempre.
Sopesaba en su mente que tenía que aportar alguna comida, a lo cual no estaba dispuesto y de hacerlo entraría en mayor intimidad lo que conllevaría en un futuro a hacerse cargo de una mujer a la cual mantener.

–Bueno será otro día –respondía ella, sin perder la esperanza.
–Sí, otro día será –le respondía él.
Se alejaba en su carromato presuroso, temiendo arrepentirse.

En la noche, con solo un foco prendido y muy esporádicamente iniciaba su lavado, colocándose sobre un amplio latón en el cual recogía el agua de la ducha para colocar dentro, luego de duchado, sus prendas a limpiar. En tales baños usaba solo jabón de ropa, porque era “el mejor para quitar la suciedad”.
Los días de cobro de su arrendamiento retornaba más temprano, descendía al sótano contando lo obtenido para guardarlo en un gran baúl comprado, años ha, luego de la muerte de un hombre rico, y en cuyo interior poco espacio quedaba ya. Lo cerraba con gran cuidado y colocaba su llave colgada del cuello con una cuerda. Permanecía sentado sobre él por largo tiempo, observando su entorno, disfrutaba sabiéndose poseedor de tantos bienes.

El paso del tiempo, inexorable, cambió su fisonomía; se tornó corpulento, lo cual le impedía muchas veces ascender a su carro, el trasportar grandes bultos se volvía engorroso, sus articulaciones solían doler por las noches y su caminar se hizo lento.

Lo mismo le ocurrió a su vecina que seguía viuda, y no dejó nunca de invitarle a su casa, pero él jamás aceptó, cada vez con mayor pesar al negarse.

En una noche de verano, al retorno de su labor diaria, se enteró que su vecina había sido hospitalizada en grave estado. Percibió un extraño vuelco en el corazón y se alejó rápidamente a su morada.
Al entrar en la cada vez más repleta casa, se sintió ahogado, asfixiado, atrapado en el maremágnum de objetos, los cuales aparentaban poseer manos, brazos y pies acercándose cada vez más, atrapándolo, y aunque comenzó a proferir gritos en busca de auxilio nadie se acercó.
La multitud de objetos se deslizaron sobre él, apresándolo para siempre.

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