Bien conocida y utilizada en demasía es la expresión “divide y reinarás” (en latín “divide et impera”; en griego “Diaírei kaì basíleue”), pero hoy quisiéramos pensar cómo un lema militar de la antigüedad se convirtió en política de Estado a nivel global, provocando consecuencias sociales y/o comunitarias devastadoras por doquier.
Generalmente se atribuye la autoría del precitado proverbio a Filipo de Macedonia (382-336 AC), padre de Alejandro Magno, como también al general Julio César (100 AC- 44 AC). Se trataba de una estratagema militar bastante eficiente que consistía en sobornar o endulzar a los altos rangos de las tribus enemigas del imperio para que se disocien de otras tribus (también enemigas) y así menguar la cantidad de guerreros opositores que pudieran ofrecer resistencia. Como vemos, es una estrategia de atomización de enemigos con el fin de debilitar las líneas del frente enemigo, permitiendo de esta manera doblegar varias cohortes con un ejército menor.
El trabajo de inteligencia, espionaje y de soborno fueron siempre fundamentales para cumplir con la referenciada estrategia, ya que estamos hablando de un proceso sistemático de debilitamiento del enemigo desde el interior de su propia estructura. Llegado el momento de la confrontación, los guerreros contrarios llegan en pésimas condiciones, en menor número y casi sin entusiasmo a combatir contra un enemigo que hace tiempo les estuvo serruchando silenciosamente el piso.
Actualmente asistimos a un tiempo en el cual la estratagema militar precedentemente señalada es básicamente la agenda de gobierno en la mayoría de los países del globo. Por supuesto no se trata de la vulgar y rústica metodología que emplearon los macedonios o los romanos en la antigüedad, pero la intención y finalidad es exactamente la misma, sólo ha cambiado aquello que consideramos “enemigo” y se han sofisticado las formas. El rival ya no sería específicamente el extranjero (aunque, en algunos casos, se han creado discordias ficticias con etnias y nacionalidades foráneas para distraer a la ciudadanía en guerras de falsa bandera), sino que, como indicaba Arendt, se trata de un “enemigo pretendidamente invisible” (respecto al autoritarismo propio del poder manejado por la burocracia). En sus palabras: «la dominación burocrática, la dominación a través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica porque nadie la ejerza. Al contrario, es todavía más temible pues no hay nadie que pueda hablar con este Nadie, ni protestar ante él». [¿Qué es la política? (Buenos Aires, Paidós, p.50)].Vosotros mismos podéis corroborar esto que Arendt menciona: sólo basta que usted, estimado lector, tenga un problema de índole burocrático con el Estado o con un servicio privado y requiera de atención para solucionarlo: la invisibilidad hará su epifanía al instante.
Consideremos por un instante que el proceso de atomización actual es una cascada que comienza separando las comunidades del Estado, al ciudadano de su vecindad, pueblo o comarca, los padres de las madres, los hijos de sus padres e incluso al individuo en el seno de la persona misma. No estamos hablando de otra cosa más que del proceso de atomización propuesto por el modelo liberal moderno, preponderantemente anglosajón, el cual toma impulso considerable a raíz del proceso de independización de las naciones que formaban parte de Hispanoamérica. En pocas palabras, podríamos enunciar la concatenación del proceso disolutivo en las siguientes etapas: separación del imperio aglutinante (preponderantemente cristiano-católico), institución de Estados-nación independientes políticamente pero dependientes económicamente de los capitales anglosajones; instauración de regímenes funcionales a los intereses del nuevo imperio dominante; pérdida de la identidad mediante el globalismo liberal y la economía de libre mercado (que lejos de ofrecer crecimiento y soberanía, instala una coerción geopolítica en los países mal llamados “emergentes”), separación de la institución religiosa del Estado (privatización de la espiritualidad); promoción de agendas minoritarias que apuntan al detrimento de la familia y al aislamiento del individuo en pequeños sectores elitistas motivados por intereses muy particulares, casi individuales; etc. El resultado: naciones subyugadas, ancladas en el subdesarrollo y con una comunidad dispersada, separada, aislada, movida por intereses individualistas financiados por capitales foráneos, pérdida de la identidad nacional y la fundación de una estructura política ficticiamente bipartidista que corta la torta y reparte lo sensible a su pleno antojo.
La naturalización de la inactividad total en el marco de la participación política, bajo el pretexto de unas castas políticas intangibles que sostienen un status quo pretendidamente inmutable e inalcanzable, para posteriormente instalar en la sociedad de manera sistemática un dispositivo de discordia permanente, posibilita una distracción constante en la ciudadanía. En dicho marco, con una población abobada tras el bombardeo mediático considerable en torno a disputas ficticias e intrascendentes, pero siempre visibles, los minúsculos grupos de poder que sostienen las patéticas grietas pueden descansar sobre la seguridad de no contar con oposición real alguna. En otras palabras: las grietas siempre sirven a pocos, y nos destruye a todos.
La figura del enemigo como hostis, presentada por Carl Schmitt (1888-1985), se subvierte: no es el que viene de afuera para irrumpir aquí dentro, sino que la figura queda representada por un sector previamente seleccionado y promocionado en detrimento de otro, supuestamente contrario e incluso mostrado como contradictorio. En el fondo, dichas dicotomías puestas en los escaparates de los medios, no son tal cosa, sino más bien todo lo contrario: al son del conflicto virtual, de una población que se desgarra así misma en el seno de un territorio común, los representantes de los bandos celebran acuerdos y reparten su botín en conformidad a intereses individuales cuyas consecuencias son pagadas, incluso con sangre, por una mayoría que generalmente participa de la pantomima por acción interesada, por omisión ponderada o por simple y llano fundamentalismo propio de la cultura del abandono del pensar.
No es casual que las democracias liberales cocinadas al fulgor del capitalismo salvaje se hayan resquebrajado sistemáticamente, hasta el punto álgido de tornarse en regímenes cada vez más desinteresados por las necesidades de los pueblos pero, a su vez, con una capacidad de acción (poder real) intencionalmente responsable de la concentración de dicho poder en sectores cada vez más reducidos y particulares. Tampoco es casual, a causa de lo precedentemente señalado, el descrédito masivo y monumental que manifiestan las sociedades respecto a la efímera y casi invisible participación e intervención concreta por parte de los poderes legislativo y judicial, los cuales se muestran accesorios al poder de turno de una figura presidencial que dista bastante del ideal democrático-participativo y se acerca cada vez más a la figura del monarca que tanto detestan los sectores más posmo progresistas.
Para concluir, no quisiéramos quedarnos en la simple descripción del proceso disolutivo (intencional) del tejido social. No basta con intentar mostrar lo evidente. Al “divide y reinarás” se lo puede intervenir críticamente, siempre, puesto que siempre que hay dominación, naturalmente hay resistencia a la misma. Salustio (86 AC- 34 AC), el gran historiador romano nos legó un célebre proverbio que versa “las cosas pequeñas florecen en la concordia” (“concordia res parvae crescunt”), también conocido como “la unión hace a la fuerza”, reinterpretado por el poeta alemán Hieronymus Osius (1530-1575) al legarnos que «así como la concordia potencia los asuntos humanos, una vida pendenciera priva a las personas de su fuerza». Es evidente que a pesar del paso de los siglos, la estratagema de atomizar para subyugar se ha encontrado presente, con diversas manifestaciones a lo largo de la historia. Pero también es cierto que en tiempos despóticos la humanidad recurre a su característica esencial de resistir al embate de la disgregación intencional y contrapone su más noble potencialidad en cuanto animal político que somos: “nadie se salva sólo”.