Daiana Castañares: Destino

Apenas subí al bondi y pagué el boleto al guarda, te vi sentada en uno de los asientos laterales del fondo. Por unos eternos segundos las monedas del vuelto quedaron en mi mano, y solo cuando una de ellas cayó al suelo haciendo ruido me desperté de mi ensoñación. Una mujer dejó un asiento frente al tuyo libre y yo me senté con nerviosismo, observando con picardía tus manos envolviendo las solapas del libro de Benedetti que leías. Y pensé, “¡pucha, que buen gusto tiene esta piba!”.
Pero más que el libro o más que Benedetti, lo que me gustó de vos fue tu sonrisa, tu pelo alborotado por la humedad y las pecas que adornaban tus cachetes. Me gustaste por lo simple y perfecta que te veías tras esos lentes oscuros y la mirada perdida entre esas páginas.
Y me emocioné cuando clavaste tus ojos en mí, apenas sonrojándote, aunque tal vez fuera el calor o alguna ilusión óptica engañándome.
Faltaban tres paradas para bajarme, pero yo aún observaba con insistencia tus manos, y de tus manos pasaba a tus ojos, y de tus ojos a tu boca, y ya no me intimidaba saber que vos hacías lo mismo, cuando el libro de Benedetti ya descansaba en tu falda.
Mis manos comenzaron a sudar, y tu mirada no se desprendía de la mía. Una fuerza irresistible me llamaba a cruzar el pasillo y sentarme a tu lado y preguntarte cómo te llamabas. Apenas nos separaba un metro de inevitables miedos dentro de ese Cutcsa. Temía romper la magia de ese exquisito momento, lleno de ilusión, lleno de intriga, demasiado irreal para ser verdad.
Ya me había pasado cuatro paradas, pero poco me importaba.
Tus labios parecieron pronunciar un “¡Hola!”, una voz melodiosa que repetí en mi mente aunque aún no hubiera escuchado tu voz. Y me sonreíste con delicadeza y yo me derretí en el asiento, no pudiendo creer que el destino me hubiera llevado hasta ahí. ¿O la casualidad? No, la casualidad no podría haberme hecho perder el bondi anterior porque me retrasé en la biblioteca, tampoco hacerme olvidar en casa la carpeta que debía entregar en facultad y que ahora iba a buscar. Ni hablar del hecho de que jamás el ómnibus venía tan vacío como para notar la presencia de alguien en el fondo del mismo. Eran demasiadas casualidades para ser puro afán del azar.
El bondi estaba casi vacío y vos y yo ahí, sentados uno frente al otro, sin cruzar palabra, pero diciéndonos todo con el brillo en nuestras pupilas.
Tus manos, tus ojos, tu boca.
No podía ser solo casualidad, era demasiado perfecto para dejarlo en manos de la suerte. Era mucho más que todo eso.
El chofer detuvo el ómnibus. Ambos nos miramos, sabiendo que había terminado el recorrido.
―¡Destino!

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