Daiana Castañares: Dulce o travesura

La imposible conexión con la muerte la había atado, de forma casi irónica, a la vida. Porque no importaba cuanto hiciera desde aquel templado otoño de 1982, esa única noche era su silenciosa condena, y, repetirla hasta el cansancio, su penitencia. El precio a pagar por permitirse seguir con vida.

Los murmullos provenientes del patio la sacan de su autocompasión y la obligan a ponerse de pie, justo antes de escuchar su nombre que flota en el aire. Sí, debe volver a ver esos rostros, cansados e iluminados por las tenues luces que escapan de algunas calabazas mal decoradas. Los ojos chuecos, la sonrisa torcida, algunas incluso con los colmillos asomando tras una mueca de horror. Nunca lo ha dicho, pero odia las calabazas. Odia los fantasmas. Odia al maldito Halloween desde el otoño de 1982.

Las hojas crujen bajo sus pies cuando baja los escalones y se aventura en su castigo. Crujen y acompañan el sonido imperceptible de su pecho al partirse en dos, cuando los muchos pares de ojos se clavan sobre ella. Observan, juzgan. Juzgan igual que hace cuarenta años, igual que cada 31 de octubre antes de la medianoche.

Avanza y el círculo de personas se abre a su alrededor, hasta que se posiciona en el centro, al alcance de todas esas miradas. Las calabazas sobre el suelo crean un camino que se extiende hasta llegar al cerco, donde un par de maderas desgastadas y tambaleantes dan paso al terreno de al lado. El terreno maldito donde su vida quedó encadenada para siempre.

Cierra los ojos y respira hondo. Los cuchicheos cesan al cabo de pocos segundos, y el ambiente se envuelve en un silencio casi asfixiante, casi tanto como el humo que alguna vez se robó todo a pocos metros de allí. Las miradas se vuelcan ahora hacia la abertura en el cerco, y esperan, impacientes, el resurgir del anhelo perdido para siempre.

Ella no abre los ojos, no mira. Solo extiende las manos en una súplica muda, porque, no importa que esté aquí, viva, ellos siempre la escuchan. Siempre buscan sus ojos ensombrecidos. Siempre vuelven. El ruido de pasos vuelve a silenciar el leve murmullo. La brisa se agita. Y oye, otra vez, el crujir de las hojas bajo un pequeño par de botas; las ramas que se enganchan en alguna sábana vieja; voces infantiles que se pierden entre los quejidos del viento que sopla cada vez con más fuerza. Juegan, cantan, y estiran las manos hasta pararse frente a ella.

“Dulce o travesura”.

Teme abrir los ojos, da igual que ya sepa a quién se va a encontrar. Los labios suaves y fríos se pegan a su oído, como siempre.

“Gracias por traernos”.

El murmullo de los adultos allí presentes se vuelve fiesta para los niños, cantan y bailan escondidos tras sus disfraces, ajenos al tiempo, a la vida o a la muerte. Ajenos al dolor de sus padres, o al de la única sobreviviente de aquel incendio esa noche de 1982.

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