Daiana Castañares: El tiempo afuera aún latía

La última vez que recordaba haber sonreído llevaba una ilusión en la mirada, cargada del más puro amor. Una luz brillante en medio de la tormenta. Una ilusión que había abrazado durante años, soñándola despierta, alimentándola cada noche de más caricias y besos de los que jamás nadie pudiera sacrificar. Superando barreras y desafiando a la misma naturaleza.


Por eso casi desfallecí de felicidad al enterarme que mi más sincero anhelo llegaría a mis brazos. No podía contener tanta emoción, ni tantos nervios. Creía estar en la cima del mundo, invencible.
Pero ese dos de agosto me levanté sintiéndome diferente. No lograba sentir ese esplendor latiendo en mí. Incluso antes de llegar y conocer a quien podría haber sido el amor de mi vida, supe que no tendría oportunidad de acunarlo entre mis brazos.


Mi mundo entero se desbarató en tan solo una imagen, en un silencio sepulcral que delataba el fin de la vida misma. No había latidos. Y aunque pudiera verlo, con sus apenas siete milímetros y su cuna que no había podido protegerlo, él o ella ya no estaba ahí, conmigo.


No podía hablar. El silencio pesaroso del ecógrafo se trasladó a mi camino cargado de tristeza. Porque no solo debía cargar con mi duelo y el de mi pareja, sino que debíamos trasladarlo al exterior antes que las voces nos lastimaran más. Mi cuerpo entero gritaba desesperado la frustración y la pronta caducidad de mis sueños. Pero el afuera no pensaba como yo. El silencio podría ser tortuoso, pero me salvaba de otras garras peores, más dañinas, las de la indiferencia o la ignorancia. O la total falta de empatía.


El duelo fue un infierno silencioso, agonizante, donde era preferible callar a tener que soportar esos comentarios que nada tenían de tranquilizadoras o motivantes. Nadie entendía la importancia de nuestros deseos o lo que habíamos acunado por tan poco tiempo. Nadie consideraba vida a un pequeño ser, que, aunque no tuviera aún forma, había sabido latir en mi interior. Nosotros soñamos un bebé a término, con un rostro, una boquita perfecta, unas pequeñas manitas regordetas. También tenía un nombre. El nombre con el que soñaba por las noches, que despertaba el dolor del recuerdo y esos pocos días de felicidad.
El tiempo se detuvo en el silencio, en la falta de motivos, en la ignorancia de un afuera que no comprendía. Nadie se ponía en mis zapatos, nadie entendía ese amor que no estaba pudiendo entregar. El tiempo afuera no latía, como no latió ese día su corazón.


Las lágrimas fueron formando surcos en mis mejillas. Y aunque el dolor empezó lentamente a aminorarse, las cicatrices aún permanecieron allí, recordándome que podría haberlo tenido todo, y que ahora no tenía nada.


Supongo que ya no esperaba nada más de mí. Habíamos perdido nuestra única oportunidad. O eso creía, hasta sostener aquel test positivo en mis manos. En milésimas de segundos reviví toda la alegría y todo el dolor a la vez, y el tiempo volvió a detenerse en mi corazón, esta vez presa del miedo más que de la emoción. Mi cuerpo me decía una cosa, pero mi mente y mi corazón temblaban ante la inminencia de una nueva desdicha.


Pero esa mañana desperté diferente. Sentía una calidez recorrer mi cuerpo, amor del más hondo, el más sincero, pero amenazado por algo de sangre que boté cerca del mediodía. No podía estar pasando otra vez. Corrimos al hospital. Los nervios me carcomían por dentro, desgarrándome el alma, haciéndome sentir la peor de las madres, incapaz de poder albergar a un pequeño ser y protegerlo a como diera lugar. Mientras esperaba sentía que el mundo volvía a derrumbarse, otra ilusión perdida, otro ángel que conocería cuando ya no estuviera allí.


Entramos al consultorio y me recosté en la camilla, muerta de miedo, muertas las ganas. Apenas vislumbraba un rayo de luz filtrándose por debajo de la oscura cortina.
Entonces sentí ese sonido, tan nuevo y tan conocido al mismo tiempo. Lleno de ritmo,

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