Muñeca Martínez: Claro que era cierto

La noche era realmente hermosa, sin luna pero con esa claridad de cielo azul profundo donde las estrellas lucen todos su esplendor como si un inmenso collar de la reina de las hadas se desenhebrara y esparciera sus cuentas de cristal de roca, de cuarzo, de esmeraldas, de brillantes por todo el Universo.


Caminábamos despacio, charlando alegremente, contándonos las novedades del día ya que las dos trabajábamos en diferentes comercios y siempre había cosas para contar. Faltaban unas cuadras para llegar y pasábamos un ratito por un muy querido club donde siempre nos demorábamos con un montón de amigos, jugando al voleibol o algún interminable partido de ping-pong que era mi pasión y no me cansaba nunca.


Eso era como un bálsamo para nosotros, antes de llegar a nuestros hogares después de las jornadas de trabajo, que siempre fueron muy largas.


Una cuadra muy arbolada la que caminábamos en ese momento, cuando de pronto todo se iluminó de golpe y, supongo, pensamos al mismo tiempo: un auto que viene detrás. Pero no, esa luz venía de arriba. Las dos a la vez miramos al cielo y a nuestra izquierda y por encima de los árboles lo que vimos nos dejó mudas: una especie de esfera brillante que giraba sobre sí misma y se deslizaba muy lenta hacia el Sur, sin el más mínimo sonido y con todos los colores que se pueden imaginar -violetas, rojos, naranjas, azules, dorados- de una belleza increíble, pero demasiado impactante para nosotras, porque no sé en qué momento, quedamos agarradas muy fuerte de la mano, sin poder soltarnos, aun cuando aquella extraña aparición celeste se perdió en el horizonte.


Y sin hablar una sola palabra entre nosotras, sin comentar con nadie, ni padres, ni amigos, ni novios, absolutamente a nadie, como si aquello no hubiera sucedido nunca.


Después, varios años más tarde, reunidos en casa con unos cuantos amigos y uno de sus chiquitos correteando y jugando con todos y jodiendo con la pelota como dice Serrat en uno de sus versos, no sé cómo sale el tema y empiezo a hacerles este cuento a todos los allí reunidos y es en ese momento que estaba ella cocinando de espaldas a nosotros, distraída entre hacer la cena y cuidar que el niño no nos escrachara la cabeza de un pelotazo, al escuchar el cuento, se da vuelta y con los ojos muy abiertos y una mirada de asombro me preguntó mi hermana:
—¿Y entonces, era cierto?

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