Daiana Castañares: ¡Qué injusticia!

Ese día mi abuelo pasó la mañana entera pegando carteles a lo largo y ancho de Albacete. Los había hecho a mano, con sus garabatos desprolijos y temblorosos producto del Parkinson. Los colores pasteles destacaban sobre la caligrafía, incluso sobre el mensaje que solo por pura costumbre y esfuerzo yo lograba entender.
Busco bufanda tapa bocas color tostada con flecos en los dos lados, dos filas de agujeros en las dos puntas. Perdida por las Oliveras de los Invasores (Albacete) el día tres de enero por la mañana.
Durante mis largas tardes cuidando al abuelo fui testigo de los rostros al leer el cartel, la mueca de sorpresa que casi enseguida mutaba por una divertida. Y me imaginaba aquello que debía pasar por sus cabezas: “que gente loca, ¿por qué no se compra una bufanda nueva y ya?”.
Ojalá fuera tan fácil como eso, pero no. La bendita bufanda la había tejido para él mi abuela Carmen hace muchísimos años, creo que incluso antes que yo naciera. La abuela no era una gran tejedora, pero esa bufanda le había quedado más o menos linda, y por supuesto, el abuelo la amaba. Amaba a la bufanda, y a la abuela aún más. Recuerdo en algún momento haber llegado a usarla yo y sacármela casi enseguida, porque la lana me daba demasiada picazón y no la soportaba. Supongo que el abuelo, después de tanto uso, se había acostumbrado al picor, pura y exclusivamente por darle el gusto a la abuela. Porque la abuela era dulce y más buena que el pan, pero pobre de uno si le criticaba algo de su confección. Yo también las pasé bravas con un gorro de lana de su autoría, un gorro rojo que me obligaba a ponerme para ir a la escuela, y que yo, nada más subirme a la camioneta, escondía de prisa en la mochila mientras me arreglaba las trenzas y el pelo erizado por la lana.
Sin embargo, el abuelo Ángel era un grande en serio, y él salía a la calle luciendo su amada bufanda tostada a juego con el pantalón de pana camel y la chaqueta de gabardina que se habían comprado en un viaje a Francia. Y no, no sé qué fue primero, si el huevo o la gallina, si la chaqueta o la bufanda, pero que las usaba casi que a la par, las usaba.
Cuando la abuela murió, abuelo Ángel se aferró a esa bufanda como si fuera lo único que pudiera conservar de ella. Se olvidó que había otras cosas que podían recordarle a la abuela, como yo, mi mamá o los álbumes de fotos que se apilaban en el cajón grande de la mesa de luz, juntando polvo y alguna que otra telaraña. Se olvidó que la abuela estaba muerta, pero él no. Por cuatro años aprendió a sonreír casi mecánicamente, envuelto en su bufanda que al llegar los primeros calores no se dignaba a guardar. Y cuando no la usaba (porque mamá lo retaba por andar con el cuello colorado y sudado) la dejaba apoyada en el posabrazo de su sillón, y miraba la tele y la acariciaba. Miraba por la ventana, y sus dedos se deslizaban por la lana con algunos puntos ya saltados. Sonreía al cielo, y volvía a acariciar su ancla al pasado, a la abuela y al amor de ambos. La acariciaba, como si acariciara a la abuela en realidad.
Esos días en que la bufanda desapareció, no hubo cosa o palabra que lo consolara. Veía sus manos pasearse por el posabrazo del sillón, o por su cuello, o por el pecho como si recordara el propio peso de la prenda cuando esta caía con gracia sobre su torso cubierto por la gabardina. Y lo veía en sus ojos, el frío que tenía ahí, en el corazón, porque no tenía a la abuela para que lo abrigara y tampoco el único recuerdo hecho con sus manos que le podía dar otro poquito de calor.
La bufanda nunca apareció, y el abuelo vivió otros seis años, cada vez más jodido del Parkinson y a la espera de la inevitable muerte. Esperando encontrarse con la abuela, me imagino. Se fue un tres de enero, diez años después de que muriera la abuela, seis años después de perder la bufanda. Me pareció una cosa casi tan trágica como burlesca que nos dejara justo esa misma fecha. No sé si se lo planteó o solo fue coincidencia, o el guionista de Dios la tenía bien clara y decidió que era una buena forma de darle un cierre de oro a la triste y fallida historia del abuelo Ángel.
Ahora estoy sentada en el sillón del abuelo, que sigue manteniendo la forma como si él todavía lo usara, y mi cuerpo diminuto al lado de su imponente figura se hunde en el asiento. Por alguna razón balanceo las piernas en un trajín nervioso, y le pego a cada rato a la bolsa del second hand que visité un rato atrás.
Tengo en la mano la foto de los abuelos del día que se casaron, los dos con su enorme sonrisa, con los sueños y anhelos bien abrigados en el corazón. Miro la foto y la acaricio con pena, mientras la otra mano se desliza sobre la bufanda que la abuela le tejió al abuelo y que encontré, por casualidad, perdida en un cajón del second hand. La bufanda, viejita y desflecada, que ahora abriga mi cuello y un poquito también mi corazón.

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