Dejémonos transformar por la fuerza del perdón

por Mons. João Clá Dias, EP
La secuencia de parábolas [“El Buen Pastor” y “El Hijo Pródigo”] presentadas en el Evangelio de este 24° Domingo del Tiempo Ordinario aparece ante nosotros como un prisma a través del cual la historia de la salvación adquiere un color especial. Para redimir a la humanidad perdida por el pecado, el Buen Pastor asumió nuestra naturaleza, murió en la Cruz, y de su lado abierto por la lanza, dio a luz a la Iglesia, el verdadero redil de Cristo, en el cual los hombres son llevados a las aguas del bautismo, confiriéndoles la dignidad superior de convertirse en hijos de Dios. Dóciles a la gracia, los hombres produjeron frutos a la altura de su condición de herederos del Cielo, construyendo una civilización fundamentada en las enseñanzas del Evangelio.
Sin embargo, con el paso del tiempo la humanidad comenzó a menospreciar esa filiación divina y se fue alejando del Padre celestial. En nuestros días, son muchos los que viven como si Él no existiese. Entregándose al pecado, dilapidaron los tesoros que les habían sido confiados con la venida de Nuestro Señor Jesucristo al mundo y caminaron de desvarío en desvarío. Si trazáramos un paralelismo entre la humanidad actual y el hijo pródigo, veríamos tristemente que no está lejos de la etapa en la que, reducido a la miseria total, el joven quería alimentarse de las bellotas de los cerdos. Al permitir que los hombres caigan en los horrores de un mundo contrario a la virtud, Dios espera pacientemente el momento exacto para otorgarles las luces de su misericordia a través de la acción del Espíritu Santo. Tal acción les hará ver claramente su condición deplorable y despertará su anhelo por las maravillas de la gracia, abandonadas durante tantos siglos.
No obstante, los símbolos siempre se quedan cortos en relación con la realidad, y la fe nos hace creer que el futuro de los hombres superará con creces el desenlace de la parábola, especialmente debido a un elemento. En la narración, no aparece una figura que en la historia tiene un papel fundamental: María Santísima, a quien Dios ha constituido Abogada y Refugio de los pecadores, Madre de todos los hombres y mujeres. Cuando la humanidad pródiga comience a regresar, esta Madre vendrá a su encuentro y la recibirá con una bondad inconmensurable. Basta entonces dirigirle a Ella la súplica humilde y segura: “Hemos pecado contra Dios y contra Vos; ya no merecemos ser llamados tus hijos. Trátanos como si fuésemos siervos.”
Ella misma entonces intercederá junto a su Hijo, llevándole el pedido de clemencia. En ese momento, cuando los hombres se presenten ante el trono de la Divina Misericordia, colocándose en la condición de esclavos de la Sabiduría Eterna y Encarnada, a manos de María, se les otorgará el perdón restaurador.
Y así como el padre celebró al joven arrepentido, Dios tratará como hijos predilectos a aquellos que se entreguen sin reservas, y promoverá la conmemoración inaugural de un nuevo régimen de gracias en el plan de la salvación: el Reino de María, era histórica de la misericordia, constituida por almas que, reconociéndose a sí mismas como pecadoras, se habrán dejado transformar por la fuerza del perdón. ◊
Fuente: CLÁ DIAS EP, Mons. João Scognamiglio. In: “Lo inédito sobre los Evangelios”, Tomo III, Librería Editrice Vaticana.

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