El pescador: Servando Echeverría

 Cosas placenteras en la vida hay muchas y generalmente las mejores, son las más sencillas y que por estar al alcance de la mano, accesible a todos, generalmente en las que menos reparamos.

Instalarse en la orilla de un arroyo con una caña, la mirada fija en la boya, sentir la vibración de la tanza o la disparada de un aparejo, son experiencias que hay que vivirlas para entenderlas y comprender que es uno de los placeres enormes que nos regala la naturaleza.

Así lo entiende el pescador y en cuanto tiempo libre dispone, se marcha a la ribera de alguna corriente de agua no solo en busca de la pesca en sí misma sino para estar allí, en la orillita integrado al arroyo, al paisaje montaraz.

Cuando llega octubre el pescador empieza a juntar los bártulos ya que en este mes se inicia la temporada de pesca que es cuando la tararira, con el advenimiento del calorcito y luego de desovar, despierta con apetito voraz. Es el momento de controlar que esté todo listo y en orden, buscar la caja de pesca, las cañas, la caldera de lata, el faról, la banqueta, etc.

Uno a uno se controlan los anzuelos desde el mosquita que es fundamental para tener mojarras para carnada, pasando por el boguero hasta el número 4, el grande para la tararira.

Siempre habrá que reponer algo que se perdió en la anterior excursión, los líderes, destorcedores, anzuelos y plomadas nunca son demasiados porque son comunes los lugares con atraques y quedan en el lecho del río como testigos mudos de que allí estuvo un pescador.

Finalmente llega el momento de instalarse a la orilla; sentir el olor a campamento, una a una las cañas tiradas bien encarnadas, el reel con la chicharra y el aparejo apoyado en la horqueta de una varita esperando el pique. El perfume fuerte del monte con gustos mezclados entre madreselvas, sarandíes, ligustros, guayabos, molles, coronillas. 

El crepúsculo es una hora hermosa de disfrutar la ribera, cuando las calandrias, cardenales, sabias y palomas retornan a sus nidos sobre los árboles  transformando el monte en saco bullicioso de trinos que poco a poco se va apagando dejando paso al chistido de la lechuza que, posada en un poste, nos observará con su clásico giro de la cabeza. La desaparición del sol desplegando su abanico de infinitos  rayos anaranjados reflejados en el agua, cual si fuera otra puesta en espejo que se nos regala para mayor deleite. Poco a poco gana el silencio y la quietud.

Pronto somos parte integrante del nuevo paisaje de las penumbras, y otros sonidos se escucharán y que prestando atención se podrán identificar. El espejo de agua roto por los coletazos de los peces, el grito constante de las gallinetas, el aullido de algún zorro olfateando comida, cada tanto un dormilón zumba por el aire, un rezagado Martín Pescador en vuelo rasante buscando el último bocado del día.

La tardecita entre dos luces, anunciando la oscuridad, es el mejor instante para la contemplación; es la hora del “ángelus”, para el poeta inspiración, para cristianos de oración. El pescador ensimismado en sus cosas, controlando las boyas, esperando el anuncio de la tanza, la disparada de un aparejo entre los camalotes, presta su mayor atención. Por el cielo irrumpe una perfecta formación de patos orientándose hacia su morada.

Los pensamientos se agolpan y se desvía la vista de la boya para contemplar el espectáculo crepuscular, la mente flota por estadios diversos; el pescador está en éxtasis, solo consigo mismo, con sus vivencias, sus experiencias, gozando a plenitud, pero en definitiva como un elemento más de aquel monte que se adecua al advenimiento de la noche.

Cosa linda de disfrutar!

El agua como un cristal refleja moribundos rayos del sol poniente, más allá el verde del monte y el negro de la otra orilla ya en penumbras.

El ojo se acostumbra al cambio de luz y cuando se hace la noche, que demora en ser total, es el momento del pique. Todo debe estar dispuesto, cañas con anzuelos encarnados, boyas sosteniendo anzuelos a media agua y otros en profundidad, el reel lanzado al medio del cauce esperando el pique de la reina del agua dulce, la tararira.

También es la hora del mosquito con ese zumbido rezongón que interrumpe el letargo y nos sacude con su picotón.

Máxima atención, expectante, todos los sentidos concentrados en el punto más sensible que es el dedo índice sobre la tanza a la espera del mensaje vibrador anunciando que en la profundidad los hambrientos andan merodeando la carnada. A su vez el ojo vuelve a clavarse en la boya blanca que se destaca en la noche recién llegada.

Por fin se detectan pequeños tironcitos en la línea, sin dudar da un cimbronazo a la caña y en segundos interpreta lo que le trasmite la tanza. La adrenalina al máximo, es la emoción que se viene a buscar; toda la concentración está en devanar el reel calculando si es grande o apenas un descarnador.

  ¡ Sí !  algo viene y es de buen porte porque lucha, la línea a medida que se acerca a la orilla se desliza de derecha a izquierda, el pescado da pelea. Ya casi al alcance de la mano, junto a la barranca, entre los coletazos que salpican agua, se divisa la panza blanca y girando muestra su lomo negruzco, es la tararira que asoma su cabeza con afilados dientes.

La etapa más dramática es levantar el pescado hacia tierra firme.

La caña se cimbra al máximo, el pescador contorsiona su cuerpo, flexiona las rodillas, dobla y endereza su espalda, sigue girando la manivela, da línea y vuelve a recoger cuidando que la tensión no rompa la tanza o se desenganche el pescado.

Pero sobreviene la tragedia, no soporta la línea y tras el chasquido que produce cuando revienta, la pesca se frustra y con velocidad casi imperceptible lo que hubiera sido el mayor trofeo vuelve a la profundidad del río. Se escapó la tararira.

Quedará el recuerdo de aquella emoción del pique, el cimbronazo de la caña y recoger el reel con tanta tensión, pero en definitiva lo que se  busca es no solo la pesca en sí misma sino la adrenalina generada en ese pequeño instante en que el pez muerde la carnada y el esfuerzo por sacarla.

La noche se seguirá disfrutando mientras la luna, más misteriosa que el sol, con su pálida blancura baña de plata la ribera y la quietud aparente del río. Todo seguirá igual, las gallinetas con sus gritos, las palomas con sus arrullos, el dormilón de árbol en árbol y los coletazos irrumpiendo el espejo de agua.

Otro pique vendrá pero seguro que esa vez no escapará porque esa es la esperanza y paciencia del pescador.

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