¿ENCUENTRO DE CULTURAS O IDOLATRÍA DE LO AUTÓCTONO?

“La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias”. Estas palabras que escribía Francisco López Gomorra, en el año 1522, al dedicar su Historia General de las Indias a Carlos V, muestran la conmoción que este suceso produjo en el viejo mundo europeo y en el nuevo mundo indiano, cuyas historias, a partir de ese momento, quedaron indisolublemente unidas.

Hemos celebrado en este mes un nuevo aniversario del descubrimiento de América, fecha a la que también se le denomina, por su significación, día de la raza, y que siempre despierta tantos comentarios y apreciaciones. Estamos a más de quinientos años de ese primer contacto, no exento de violencia, de dos culturas, la europea y la americana, a fines de la Edad Media. Pero, sería necesario desterrar los extremos de las corrientes indigenistas, por un lado, para quienes todo lo que vino del otro lado del océano fue atropello, abuso y despojo, y, por otro lado, las tesis que defienden la superioridad de lo europeo e intentan negar nuestras propias raíces.

Es preciso lograr la mayor objetividad posible ante una realidad donde se mezclaron intereses contrapuestos: conquista y evangelización, espada y cruz, sed de oro y conversión de los indios. He aquí juntos el interés material y la cobertura ideológica, móviles que trajeron a los españoles a estas tierras y guiaron el proceso de descubrimiento, conquista y colonización.

Ese fue el contexto de ese primer cruce de culturas. Pero, ¿a qué nos referimos con este concepto? Entre muchas acepciones del término, consideramos la cultura como la identidad de todo hombre o grupo social; una forma de ser y entenderse, que conlleva una determinada relación con las cosas, con los otros y con la trascendencia. Es una forma de moldear los instintos, lo natural; una forma de vivir y expresar valores y de resolver las cuestiones básicas de la existencia. Algo, por otra parte, que se perpetúa, avanza, cambia, y de lo que el hombre no puede desentenderse, porque sencillamente no podemos ser sin cultura. Por ello, la antinomia naturaleza (lo innato) y cultura (lo adquirido), resulta artificial cuando advertimos que lo más natural o innato que tiene el hombre es la cultura.

No obstante ello, no podemos permitir que lo que está inscripto en el ser humano, la naturaleza, se ignore a favor de lo que el hombre en cada época cultiva, crea. Pues, cuando la cultura se “diviniza” se producen en la realidad humana consecuencias no deseadas; como también resulta condenable cualquier forma de avasallamiento de una cultura, ya que con ello se destruye al sujeto protagonista de la misma: el ser humano.

Este es un riesgo que existe siempre y en todas partes, por eso la necesidad del justo equilibrio. En este sentido, las culturas se hacen al contacto y a veces ese contacto es violento, expresión de ello es la lengua; en el caso de América Latina el castellano ha sido una lengua que es nuestra, porque la hemos ido haciendo (es la lengua de Rubén Darío, Borges, Neruda), aunque nos fue impuesta por los españoles. Pero, ¿hasta qué punto todo lo cultural debe ser aceptado? Hay costumbres que merecerían reprobación por más arraigadas que estén en la forma de ser y manifestarse de un pueblo. Pues lo cultural impacta muchas veces de tal forma contra lo natural, que son conocidas, en algunos pueblos precolombinos, prácticas aberrantes, si las examinamos desde el respecto de la dignidad humana, base de los derechos humanos, reconocidos por todos, y sin los cuales nos deshumanizamos.

Por otra parte, desde la eterna discusión entre fines y medios, debemos decir que el dignísimo fin de proteger una cultura no justificará jamás el uso de medios que pongan en riesgo la dignidad de la persona. Lo cultural nunca puede ser tan absoluto, como para no aceptar algún tipo de cuestionamiento. Por ello, es necesario establecer ciertos reparos respecto de la, llamémosle, “idolatría de lo autóctono”. Cuántas cosas que tenemos como “propias” no lo son. Un claro ejemplo de ello lo constituye un elemento que es símbolo de muchas culturas americanas: el maíz Este elemento no es “natural”, sino creado a través de siglos de selección artificial sobre una especie ancestral que poco se parecía a lo que hoy conocemos como maíz. Si este tipo de selección hoy se realiza actuando con conciencia científica sobre los genes, o se realiza desde “otro saber”, como el de los mayas, poco nos importa, pues lo realmente trascendente es el resultado final. De ahí lo peligroso de cualquier “idolatría de lo nuestro”, como lo “natural”, que irremediablemente nos enfrenta, como enemigos, con otras construcciones de la realidad.

¿No es eso acaso lo que está de fondo en aquellos que piensan lo europeo sólo en clave de atropello y despojo, y en lo americano como lo “puro” que Europa vino a contaminar? Sin duda que en la actualidad muchas manifestaciones etnocéntricas, en varios países latinoamericanos, nos dan la razón. Hace quinientos años no se verificó un encuentro exento de dificultades, pero tampoco todo fue avasallamiento, imposición y falta de integración entre ambos universos culturales, entre ambas razas. Ello no sucedió en la realidad, por tanto, se excluye una lectura centrada únicamente en los extremos. Y como esto no sucedió, no podemos volver quinientos años atrás y querer restablecer la cultura precolombina despojada de todo lo europeo (como por ejemplo, la religión, la lengua, etc.), porque sencillamente no es posible. Lo “propio” de lo americano hoy no se explica sin lo que le dejó el contacto con lo europeo.

De este modo, excluidos dichos extremos, que como tal no se verificaron en exclusividad, y que no podemos seguir alimentando unilateralmente, lo que nos queda es entender y explicar lo que sucedió buscando la auténtica alternativa. Ella quizás se encuentre por el camino de generar una cultura que tome de ambos modelos los valores más trascendentes, considerados en su justa dimensión, a través de los cuáles el hombre sea capaz de reencontrarse consigo mismo, de comprender que su verdadera libertad no consiste en la plena autonomía que se manifiesta como indiferencia ni fanatismo, sino en la búsqueda intercultural de significados que den dignidad y sentido pleno a sus vidas.

En definitiva, se trata de una cultura que no se oponga a que el hombre realice su viaje de retorno a esa naturaleza común a todas las culturas, que está grabada en lo profundo de su ser, que le enseña que solo puede realizarse con los otros, y le muestra un fin absoluto que no es otro que la felicidad.

Pbro. Dr. Gabriel González Merlano

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *