Escucho tus pasitos, y sé que vienes a jugar a mi sombra con tu muñeca, y cuando entre cantos ya tienes tu casita armada, se escucha la voz de tu mamá.
—María, ¿cuántas veces debo decirte que no juegues ahí? Esas hojas te dan picazón si las tocas, ¿Por qué no eliges una sombra más linda para jugar?
—Sí, mamá, ya voy —respondes, pero en cambio te quedas conmigo, en mis ramas todas retorcidas de viejas, armas tu casita, subes y bajas charlando con tu muñeca, a veces hasta te quedas largos ratos en mis brazos pensando no sé qué, tal vez soñando con un mundo de fantasía, como todo niño.
Pero un día, me sorprendes con una pregunta, encaramada en una de mis ramas
—¿Tú sabes por qué mi mamá no te quiere? Yo no la entiendo. Se pasa todo el día que no te toque las hojas, que son duras, que pican, que eres fea, y luego viene con un gran gancho y te quita tus frutos, que son tan ricos y tu calladita la dejas hacer, ¿Quién entiende a los mayores? Para mí, eres tan bonita como todos los árboles. Más aún, porque los otros no me dan una fruta tan rica como la tuya.
—Gracias, pequeña. No te preocupes por lo que digan de mí. Solo con que tú te sientes en mi regazo ya estoy satisfecha, y luego verte venir comiendo ese dulce que te gusta tanto, me hace sentir la más bonita del mundo.
Mientras yo hablaba, la niña jugaba con uno de los nudos que se forman en mi tronco, y de pronto con una fresca carcajada me dice
—¿Sabes una cosa? Descubrí que tú también tienes ombligo como yo —y tu suave manito siguió acariciándome.