Sí, soñaba que vivíamos en armonía con la naturaleza, que todo eso de los incendios y la deforestación no era cierto, que los animales carbonizados eran solo una pesadilla y que no había niños muertos en la playa arrastrados por las olas, tratando de huir de la guerra y del hambre; que en los mares los peces no morían envenenados o atrapados en lo que al hombre ya no le servía. Soñaba que podía ver a mis nietos bañarse en aguas cristalinas, que comíamos la fruta de cualquier árbol sin tener que lavarla. ¡Era tan hermoso que solo podía ser un sueño! Sí. ¡Qué pena! Era un sueño. Era el sueño de los que, como yo, estamos con el equipaje pronto para partir, de los que somos de otra época, de los que pensábamos dos veces las decisiones por temor a las consecuencias. Hoy nuestra madre se ha enojado y nos muestra la realidad. Cruda, por cierto, pero ¿acaso no la hemos buscado?, ¿acaso la Tierra es nuestra? ¡No! ¡De esta manera no! Hemos sido demasiado egoístas y ambiciosos, que ni siquiera hemos pensado en lo que van a heredar nuestros niños. ¡Qué pena!