Mi primera bicicleta la compré en un remate y de a poquito la fui dejando más coqueta. En cuanto pude la hice pintar. Negra, lustrosa. En el cuadro le pinté el escudo de mi cuadro de fútbol preferido y le até una cinta roja para la suerte. Después, con cada peso que me sobraba. le compraba algo: una cámara, luego una cubierta, y así, poco a poco, la dejé como nueva. Ella era la que me llevaba los fines de semana a algún baile de escuela. La aseguraba con un candado y se la encargaba al portero. En esas ocasiones, vestía mis mejores pilchas y alpargatas nuevas y el pelo engominado brillaba bajo los faroles a querosén. Siempre enganchaba alguna moza para sacudirnos en alguna polka o cielito, levantando polvareda entre los tantos bailarines. En la madrugada regresaba medio chispeado, meta pedal para llegar directo al trabajo, sin tiempo para descansar hasta el almuerzo y una siesta ligera. Mi bicicleta la guardaba en mi cuarto, no fuera que me la robaran. A mediados de semana iba a ver a los viejos después del trabajo. Me sentía feliz pedaleando y mirando el paisaje a mi alrededor. A veces de puro atrevido, soltaba el manillar y alzaba los brazos, gozando de la libertad. Al principio me llevé más de un golpe y raspones, pero después ya lo dominaba como un experto. Cuando me ennovié de la moza más linda que mis ojos habían visto, me pavoneé con mi bicicleta haciendo piruetas y la llevé a pasear sentada en el cuadro, y allí, con ella como único testigo, le di el primer beso en sus labios, dulces como miel de panal. Compañera de horas buenas y malas, me llevaba a donde yo quisiera ir. También a mi casorio. Yo, vestido de traje y zapatos de charol, prestados, un poco grandes, me fui a la iglesia pedaleando con muchos bríos… Y no lo van a creer, pero la traje para el rancho después de la fiesta, montada en el cuadro de mi fiel compañera. El rancho era nuevo y con muchas cosas usadas, pero dentro reinó el amor. Y cuando llegó el primer gurí, pedaleé como loco en busca de la partera. Y me la traje sentada en el sillín que le había agregado atrás para poder traer los mandados. Mi bicicleta, negra y lustrosa con el cuadro de mis amores… Llegó el triste día en que la perdí después de veinte años de compañerismo. Mi gurí se enfermó y había que llevarlo a la capital, no teníamos tanto dinero y tuve que venderla. Cuando volvía caminando por el sendero, lloraba como un niño… Me limpié las lágrimas y apuré el paso, diciéndole adiós en silencio y agradeciendo todo lo que ella me ayudó a conquistar: un hogar, mujer y un hijo. Nunca la olvidaría… La salud de mi niño volvió y, a mi hogar, la felicidad.