Ellos eran los culpables de que los tero-teros y las perdices se fueran cada vez más lejos.
¿Por qué yo iba a creerles que eran tan malos si ponían huevitos?
Decidí averiguar qué tan malos eran los teritos y comencé a cuidar sus nidos.
Y me confundían porque gritaban mucho y cuando levantaban vuelo, yo corría para ver sus nidos. ¡Qué triste me ponía!
—¿Será que no hacen nido en el suelo? —le pregunté a uno de mis hermanos.
Mi hermano mayor me contestó:
—¿Viste cómo son muy malos? Ellos gritan en un lugar, pero el nido lo tienen escondido lejos.
Seguí cuidando sus visitas al terreno y no imaginan mi alegría cuando descubrí que tenían un pichón.
Comencé a llevarles comida y ellos me permitían estar cerca.
A mis hermanos no les conté lo que yo estaba haciendo y mi nueva amistad con las aves. No hablé más de los teros ni de las perdices y seguí disfrutando todos los días de su compañía.
Un día mis hermanos me dijeron que tenían que arar la tierra, entonces los tero-teros tendrían que irse más lejos.
Pero no sucedió eso ya que, sin que nadie supiera cómo, trasladaron sus nidos a un yuyal por donde no podía pasar el tractor porque la tierra estaba muy blanda y se hundiría.
Y mis días se hicieron muy felices al poder seguir cada paso de lo que los tero-teros hicieran.
Nunca supe por qué mis hermanos mintieron sobre ellos.