Guillermo Crucci: La ejemplaridad no es optativa

Es habitual que los ciudadanos cometamos errores. Me refiero a errores como no declarar la construcción de una churrasquera en el fondo, una construcción sin fin de obra, o una ampliación de nuestra vivienda.

Cuando el costo es impedimento, nos obliga a cometer estas faltas. Pero cuando esa omisión ocurre desde el poder, la carga simbólica cambia radicalmente. En una democracia sana, los ciudadanos pueden equivocarse, sin embargo, los representantes no pueden permitirse los mismos descuidos: deben asumir estándares más altos, incluso en lo mínimo. Lo que está en juego no es una simple irregularidad, sino el valor de ejemplaridad pública como base de nuestro contrato democrático. Es importante aclarar que tomamos los hechos acontecidos únicamente como iniciativa para escribir estas líneas, las cuales carecen de intención de atacar personas o colectividades políticas, sino reflexionar sobre hechos donde desconocemos cuántos de nuestros representantes han caído en ello.

El problema no es que un ciudadano no haya declarado o pagado sus impuestos a la construcción, sino que, cuando se asume un cargo político, esto se vuelve una incoherencia simbólica. Alguien que representa la legalidad y los intereses nacionales, sea un legislador o un miembro del ejecutivo, no puede darse estas libertades. El poder no solo se trata de gestión y liderazgo, sino también implica ejemplaridad.

Convertirse en autoridad implica renunciar al “todo el mundo lo hace”. Ahondemos en este argumento: “todo el mundo lo hace” o “es la realidad de muchos uruguayos”. Que mucha gente evada impuestos, o que mucha gente robe, no convierte a evadir impuestos o robar en algo bueno. Pero más allá de descartar de plano la validez de este argumento, sería únicamente válido para aquellos ciudadanos que no representan a nadie. El político no debe ser un reflejo de la sociedad, debe ser una brújula moral y cívica. La respuesta de algunos jerarcas generalizando para minimizar estas faltas, es lo que Albert
Camus advertía diciendo que quien buscaba justificar sus errores en los errores de los demás, no solamente rompe la norma, sino que renuncia a su propia autoridad moral. Ya no puede exigir nada sin ser incoherente. Sería realmente preocupante si nosotros como sociedad empezamos a caer en esta cultura de permisividad. Si no exigimos a nuestros representantes a cumplir la Ley a rajatabla, ¿quiénes son ellos entonces para legislar e imponernos normas a nosotros? ¿No es algo completamente incoherente? La responsabilidad, entonces, recae en nosotros, los ciudadanos de a pie, donde
debemos empezar a exigir a todo el espectro político a convertirse en eso, en ejemplos, en faros morales.

Son ellos quienes deben cumplir las normas que ellos mismos, o sus predecesores, han votado. También me parece pertinente aclarar que sería lamentable que estos hechos se conviertan en una cacería de brujas de parte de las facciones políticas, donde representantes de un lado o del otro gasten el tiempo legislativo en sacar “los muertos del ropero” de sus adversarios. El país no puede perder tiempo en que esto se personalice y termine por estancar en el parlamento iniciativas mucho más urgentes.


Entiendo que esta tarea debe ser ejercida, de manera imparcial, por el periodismo de investigación, quien a través de su trabajo haga que los ciudadanos seamos conscientes de la realidad de nuestros políticos. En síntesis: es tarea del periodismo señalar estas incoherencias, pero del sistema político impedir que se conviertan en armas de guerra interna. Tal vez no podamos cambiarlo todo, pero sí decidir qué aceptamos como normal. ¿Y si el primer paso para cambiar la política fuera exigir coherencia moral, no solo legal?

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