Heraclio Labandera: La partida del Guapo

Es bravo escribir con un nudo torciendo la garganta.
La abrupta desaparición de Jorge Larrañaga dejó el enorme hueco que queda tras la partida de un indoblegable luchador.
Todos los humanos tenemos luces y sombras con las que convivir, y seguramente Jorge tendría las suyas, pero son pocos los que pueden cargar con el orgullo del gladiador cien batallas en su espalda, de las que no importa el resultado.
Fue un hombre que tenía empecinamiento por el combate, sin esperar a “esos impostores del éxito o la derrota”, como  solía decir Rudyard Kipling, y pude ser testigo de las veces que le tocó morder el polvo y también las que pudo abrazar el triunfo.
También pude verlo cuando debió servir a la Patria.
Protagonista de muchos episodios indelebles, su impronta fue la del paisano con abrazos fuertes y soberanos, apretones de mano que dejaban un recuerdo físico de su saludo, suavizado apenas en los últimos tiempos por el choque de puños exigidos por esta maldita peste con la que nos toca convivir.
Es difícil elegir con una vida tan intensa, una, diez o cien anécdotas para caracterizarlo.
Me tocó acompañarlo en su Lista 2004, durante mi militancia capitalina; esperar a que llegara a la Casa del Partido el ocasional adversario al que acababa de derrotar en la interna; estuve en el Salón del Directorio en el que no cabía un alfiler, donde selló su compromiso de lealtad cuando le tocó perder con su antiguo adversario; fui testigo directo de su dura lucha y su abrazo paisano con Luis Lacalle; lo vi acompañar en las buenas y en las malas al actual Gobierno como el mejor de los blancos; también ser un Ministro enorme en un gabinete histórico.
La vida política es agitada y a veces lo protocolar, lo mundano y lo cercano se separan por débiles fronteras que siempre cuesta establecer.
La última vez que me tocó hablar con la cotidianeidad del hombre cercano que era, fue cuando lanzó su campaña “Vivir sin miedo” y llegó hasta Florida a presentarse por enésima vez, con el cometido de recoger las primeras firmas de su valerosa campaña popular.
El día antes había llamado al intendente Carlos Enciso como Presidente de la Comisión Departamental de Florida, quien recibió la comunicación viajando por la Ruta 12, de regreso a la capital floridense, para avisarle que de inmediato al lanzamiento de la campaña en Montevideo, se vendría hasta nuestra ciudad a marcar el primer jalón del campañón que se mandó.
En esa vuelta me tocó oficiar de anfitrión por la Departamental Nacionalista.
Al día siguiente estaba todo listo en el Club Democrático para la conferencia de prensa ampliada, como acá llamamos a las presentaciones ante los medios y ante la gente que aplaude a los que se la juegan, con la simpleza republicana de una jornada democrática más.
La del «Pájaro» fue la primera firma.
No eran tiempos exitosos para el dirigente y eran muy pocos los que creían que su llamado popular pudiera remontar el desinterés del Gobierno de aquel momento.
Llegó poco antes de la hora pactada, y en el tiempo de espera, Jorge se quedó a conversar en la vereda con varios de los parroquianos congregados, sin importar que fueran partidarios suyos o no, explicándoles una y mil veces con paciencia y espíritu pedagógico, que se quería modificar con el plebiscito de “Vivir sin Miedo”.
Ese día fue uno más, convenciendo en la calle tal como hacía en sus comienzos de su natal Paysandú.
Y contra lo que podía esperarse, los silencios y la adversidad le hicieron bien al personaje instalado en su zona de confort, despertando al enorme caudillo que arrastraba consigo.
Contra toda esperanza y sin los necesarios respaldos que hubiera requerido para la inmensa patriada, remontó solo y demostró su madera de líder, al escuchar el clamor popular e impulsarlo con su gruesa voz y tono camperano por todos los rincones de la República.
Casi lo logró.
Por algo le decían “El Guapo”.
Luego, la cortesía protocolar, la espectacularidad de los actos y la locura militante de la campaña nos hizo cruzar infinidad de veces, pero siempre nos saludábamos con un abrazo franco de un instante, aún cuando supiera que uno hace rato andaba por otras chacras que no eran las suyas.
Como él decía, los cantos rodados de tanto rodar van limando las asperezas, y eso pasó consigo en el curso del río que surcaba.
Se ganó el respeto de tirios y troyanos.
La muerte lo visitó el sábado pasado y se marchó de manera rotunda, igual que como actuó y vivió.
Lo llevaron al Palacio Legislativo, a una Casa del Partido marcada por una larga estola negra, y al final marchó a su tierra natal, a “la Heroica”, adonde lo van a dejar descansar.
La muerte nunca enaltece, pero orienta sobre la vida.
La suya fue de entrega, fe y compromiso.
La República lo va a extrañar.

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