Humildad y admiración vs. amor propio – por Monseñor João Clá Dias, EP

Para entender bien en qué consiste la práctica de la virtud de la humildad, recomendada aquí por Nuestro Señor Jesucristo, son necesarias algunas aclaraciones, porque no es raro encontrar personas que, en nombre de un desprendimiento mal entendido, se tornan mediocres, no haciendo rendir los talentos recibidos de Dios.

La humildad consiste en “andar en la verdad”, [1] escribió Santa Teresa de Jesús. Ahora, «caminamos en la verdad» cuando nos sometemos a Dios con espíritu de fe, le somos agradecidos, reconociendo nuestra total dependencia del Creador y entendiendo que todo lo que tenemos de bien nos ha sido dado por Él. Porque si, por un lado, desafortunadamente, hay en nosotros defectos culpables o meras limitaciones de la naturaleza, por otro lado, la Divina Providencia ciertamente no ha dejado a nadie sin cualidades y dones, a veces mayores, a veces menores. En efecto, Santo Tomás nos enseña que no hay oposición entre la humildad y la magnanimidad: «La humildad reprime el apetito, para que él no busque grandezas más allá de la recta razón, mientras que la magnanimidad lo estimula para lo que es grande, según la recta razón. Queda claro, entonces, que la magnanimidad no se opone a la humildad, al contrario, ambas coinciden en que actúan según la recta razón”. [2] Son virtudes complementarias.

No caigamos, por lo tanto, en una sutil forma de orgullo que se traduce en presentarse como el último de los hombres, un ser incapaz de realizar cualquier acción de valor…  Santo Tomás afirma que esto constituye una falsa humildad, que San Agustín llama «gran soberbia», porque de hecho, con este tipo de pretensión, uno quiere obtener una gloria superior. [3] Además, también es ingratitud con respecto a los dones recibidos de Dios. Por el contrario, aceptemos con mansedumbre y ánimo aquello que realmente somos, examinemonos con toda objetividad y no nos rebelemos ante eventuales adversidades o incluso injusticias, sino sepamos utilizarlas como un medio de reparar nuestras propias faltas.

Uno de los mejores medios de practicar la humildad

Sin embargo, una forma muy eficaz y poco enseñada de combatir el amor propio consiste en admirar en lo que otros son superiores a nosotros al reconocer en estas cualidades reflexivas de las perfecciones divinas. Siendo cada hombre o mujer superior a los demás desde un cierto ángulo, único y personalísimo, el procurar admirar estas cualidades de los otros es uno de los mejores y más eficientes medios para combatir el amor desordenado hacia sí mismo y a la jactancia.

Aquellos que así obren, practicarán de manera excelente la virtud de la humildad y, al mismo tiempo, el Primer Mandamiento de la Ley de Dios, porque el amor a todas las superioridades está en el centro de la práctica de la virtud de la caridad. Por eso, quien quiera ser manso de corazón, admire las cualidades de los otros; quien quiera ser desapegado, admire la generosidad de los otros; quien quiera ser santo, admire la virtud de los otros. Finalmente, ¡admiremos todo lo que es admirable y tendremos la recompensa de la paz de alma en esta tierra y la dicha eterna en el cielo! La admiración, he aquí la gran lección del Evangelio de este domingo. ◊

[1] SANTA TERESA DE JESÚS. Moradas sextas, c.10, 7. In: Obras Completas. 3ª. ed. Burgos: El Monte Carmelo, 1939, p.617-618.

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, II-II, q.161, a.1, ad.3.

[3] Cf. Idem, II-II, q.161, a.1, ad.2.

Fuente: CLÁ DIAS EP, Monseñor João Scognamiglio In: “Lo inédito sobre los Evangelios”, Volumen III Librería Editrice Vaticana.

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