Isabel Rodríguez Orlando: Doña Jacinta

El salón estaba lleno. Por un lado, los beneficiados con la entrega de las llaves de las viviendas nuevas y, por otro, los vecinos y familias que habían asistido a acompañarlos. Y al frente las autoridades que harían entrega de las mismas, más algunos que solo habían asistido a hacer acto de presencia. Fue una verdadera fiesta reflejada en los rostros de todos.

De la prensa local no faltaba nadie.
Fueron llamando a cada uno de los nuevos propietarios y a cada uno de aquellos que harían entrega de las llaves. Los flashes perpetuaban el momento para las futuras generaciones.
Cada entrega provocaba un derrame de lágrimas no solo de quien recibía, sino además en su familia y todos los presentes. Recibir una casa nueva no es cosa insignificante es algo fundamental en la vida de la gente.
Hoy era la llave, mañana vendrían los papeles. Pero la llave era lo más importante porque ese mismo día podrían mudarse. Esa misma noche podrían descansar en la casita nueva de su propiedad y, aunque modesta y chica, era de ellos. Tenía jardín al frente y fondo para plantar algo. Estaba prohibido agrandarla o sea construir otras piezas. (Al poco tiempo casi todas las familias violarían esa norma porque todos precisaban otra habitación).

Por fin le tocó el turno a doña Jacinta.
La llamaron y, al mismo tiempo, llamaron a encargado de entregarle la llave correspondiente.
Pero ella no pudo ponerse de pie; quedó como clavada en su silla. Todos la miraban asombrados y, quizás, lo atribuían a la emoción.
El presidente de la comisión vecinal se acercó a ella y le preguntó:
—Pero, ¿qué le pasa, doña Jacinta? ¿No se puede levantar? No se pare, igual yo le voy a entregar la llave.
—No, m’ hijo —dijo ella al tiempo que sollozaba—, yo no quiero casa nueva.
—¿Cómo? —dijo aquel asombrado y el resto de la gente hacía, mientras tanto, gestos de asombro.
Estalló una ola de murmullos en toda la concurrencia. Muchos de los presentes hubieran querido recibir ellos la llave de una casa nueva, por modesta que fuese.

—Señora —, dijo el diputado presente—, cálmese. Usted está nerviosa, emocionada. La comprendemos. Cálmese. Reciba la llave, yo se la entrego—, y se acercó a ella portando la llave que le alcanzaron mientras los fotógrafos registraban el momento.

Se fue calmando de a poco y, cuando todos esperaban que se pondría de pie y recibiría la llave al fin, ella empezó a hablar, permaneciendo sentada:
—Señor —dijo dirigiéndose con voz temblorosa a quien le pareció era la autoridad de mayor importancia—, yo quedé viuda hace muchos años con ocho hijos, algunos de ellos tan chicos que todavía no iban a la escuela. Vivíamos en un ranchito sobre las barrancas del Santa Lucía con toda esta gente que hoy recibe las llaves de su nueva casa y que veo felices y no es para menos. Yo también debería estar feliz. Pero no puedo, me han explicado que nuestras viviendas, donde hemos criado a nuestros hijos, serán demolidas para que nadie más las ocupe y que allí, en ese lugar, se construirá una rambla para embellecer al barrio. Cuando quedé viuda, la gente solidaria de toda la ciudad y que estaba en buena posición económica no solo me dio trabajo y me ayudó con toda clase de cosas —como surtidos y ropa— para que yo pudiera continuar viviendo a cargo de mi numerosa familia y no nos separáramos, sino que también juntaron recursos para levantarme la casita donde he vivido tantos años. Adoro esas paredes donde, a pesar de no tener al padre de mis hijos, yo los he criado y he sido feliz frente al río, de donde traigo leña, donde he lavado siempre la ropa de toda la familia y donde me distraigo viéndolo mientras tomo mate rodeada de hijos y nietos, sentada a la puerta. Y hoy me dicen que me darán una casita nueva desde donde no veré el río y donde no habrá lugar para toda mi familia, donde no podré levantar otra piecita y que echarán abajo mis paredes, las que levantaron tanta gente de gran corazón, con tanto amor y donde pensaba vivir hasta morir. Yo no la quiero, quiero morir donde vivo.

La mayoría de los que escuchamos esta alocución lloramos.
La máxima autoridad presente —que era el Intendente— le dijo:
—Pero, si pudo sobrevivir a la falta de su esposo y criar sola a sus hijos, prueba que es muy fuerte y que, entonces, podrá sobrevivir al dolor de dejar su vivienda que tanto quiere y el lugar donde está. Ahí se construirá una rambla a donde usted podrá ir todos los días a sentarse en el muro que se levantará, con sus hijos y nietos, a disfrutar el mismo paisaje y pronto se acostumbrará a su nueva casa y le tomará tanto cariño como a la otra, podrá hacer jardín y, en el fondo, quinta, Yo vendré seguido a visitarla para ver qué precisa.
Poco a poco fue calmándose doña Jacinta, recibió su llave y se retiró secándose las lágrimas.
Poco después se la veía sentada en su jardín lleno de flores, rodeada de su familia.
Siempre mostró su triste sonrisa, pero se conformó con el tiempo y dicen que no volvió a pasar por el lugar de su antigua casa que fue aplastada por la nueva rambla y ya no se podía apreciar dónde había estado.

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