Isabel Rodríguez Orlando: El diablo adopta mil formas

Un señor muy elegante, con finísimo traje como ellos nunca habían visto, camisa blanca y corbata celeste, zapatos lustrosos e impecables cabellos algo canosos, pero bien cuidados, les abrió la puerta de la institución educativa que regenteaba como se enterarían después y les dijo que pasaran, haciéndoles un ademán muy cortés con unas manos tan delicadas y blancas como tampoco habían nunca visto en el lugar donde ellos vivían. El jovencito muy humilde pero muy apuesto llevaba un diario bien doblado bajo el brazo, y sacándolo se lo mostró al señor y le dijo: -Venimos por el aviso. -Ah, sí -dijo él-, pasen, o mejor dicho, pase usted -le dijo a él y, dirigiéndose a la joven- usted, señorita, discúlpeme, pero espere a su amigo afuera. Aquello les extrañó mucho a los dos jóvenes, pero lo aceptaron. Ellos eran hermanos que sufrían una dolorosa situación familiar y sobre todo una difícil situación económica, porque habían quedado huérfanos y buscaban trabajo para sostenerse y costearse los estudios. Demoró mucho en salir su hermano y ella tiritaba de frío y de miedo, en un lugar que no conocía y ya se estaba oscureciendo. La puerta se cerró con un fuerte golpe y apareció su hermano. lo que alivió a ella. La cara de él no era la misma de cuando entró. Entonces ella quiso saber, y, con impaciencia lo interrogó: -¿Qué pasó?¿No te dio el trabajo? Él no contestó. Ella no preguntó más. pero intuía que algo grave y muy desagradable había sucedido y que no quería que ella supiera. No buscaron más, caminaron hasta la agencia de ómnibus y volvieron a su pequeña ciudad, decepcionados. Sus vidas continuaron y ella se quedó sin saber que había sucedido en aquella institución dirigida por aquel señor tan educado, y tan bien vestido, tan atento y amistoso. Pero todo esto con el varón, y no con la adolescente a quien había dejado afuera. Muchos años después, ya casados y con hijos ambos, ella se animó a preguntar y él contestó: -Eras muy chiquilina, y no me animé a contarte; no encontraba la forma de explicártelo, no hallaba las palabras. Eras muy ingenua por esa época. Ese hombre, al frente de una institución educativa, tan educado, tan fino, que trabajaba con jóvenes a quienes debía orientar en la vida era el mismo diablo, era Satanás. Pretendió conquistarme a cambio de un buen trabajo, muy tentador que me hubiera permitido mantenernos y estudiar, yo debía ser su… este… bueno, a pesar de los años que han pasado, todavía me da vergüenza contarlo, pero creo que lo entendiste. -Ya lo entiendo -dijo ella-. No te dejaste tentar por Lucifer. Te felicito. Salimos adelante sin aceptar ese tipo de propuesta. Yo nunca quise contarte, pero a mí me pasó algo parecido, tuve ofertas tentadoras, pero preferí despreciarlas.

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