M. hacía cola para la requisa junto a los demás niños.
Con los demás pequeños pasarían un portón y otro portón y al final una puerta y otra puerta y la última se abriría y entrarían como siempre, en tropel a abrazar a sus padres. Se sentaban en sus rodillas, los acariciaban, los llenaban de besos y jugaban con ellos.
Para aquellos niños, el sábado de tarde no había fútbol, no había cine, no había juegos en el parque.
Era una hilera de niños que iban a visitar a sus padres presos. A pesar de que para ellos el sábado no había fútbol, ni playa, ni parque, ni cine, se los veía contentos.
Pero los niños crecen.
El jueves M. cumplió trece años.
El sábado llegó. Ella pasó y, cuando iba a atravesar la última puerta, una bota se le puso delante.
—Ya no pasás más —le dijo el guardia—. Te toca del otro lado de la malla con los grandes.
—¿Cómo?
—Cumpliste trece años.
La niña —que aún era una niña—tenía la suficiente madurez para darse cuenta de que, por años quizás, no volvería a abrazar a su padre.
Y su reacción fue de niña: lloró, gritó y pataleó.
—¡Afuera! —grito el guardia—. Tiene suspendida a visita.
M. había desobedecido la orden de no llorar.
Isabel Rodríguez Orlando: Prohibido llorar
