Cuando yo era pequeñita vivía en una playa. Siempre tenía miedo. Me corrían de todos lados. Los perros grandes me quitaban lo poco que conseguía para comer. De noche me metía en los porches de las casas detrás de alguna silla plegable y me quedaba calladita, por miedo a los perros grandes y por miedo a que me corrieran las familias que pasaban unos días allí.
Parecía que nadie me quería a pesar de que yo no molestaba a nadie.
Pero… ¡qué hambre! De día recorría la playa y la gente me daba galletitas. Pero carne, que es lo que más me gusta, nadie me daba.
Un día vino una familia a una casita donde yo solía dormir.
Al principio “la gente grande” me corría, pero gracias a los niños empecé a comer cantidad. Ellos no querían le leche chocolatada y me la daban en un platito. Después que se llenaban, me daban las galletitas que sobraban. Lo mismo hacían con la comida, porque no querían ni el guiso, ni los fideos, ni la polenta. Y yo quería todo.
¡Que panzada! Y cuando el señor hacía asado, ¡qué fiesta de huesitos con bastante carne!
A veces salían en el auto a pasear y yo me quedaba dormida detrás de una silla plegable.
—¿Dónde estará? ¿Se habrá ido? —gritaban los niños cuando bajaban del auto.
Se preocupaban por mí. Y yo me ponía contenta. Hasta me pusieron nombre, Manchita, porque decían que tenía unas manchitas blancas sobre mi lomo marrón y peludito.
La señora, mamá de los niños, decía:
—Me parece que se fue —y le preguntaba al viejo asqueroso de al lado —¿Usted no la vio?
Entonces yo salía despacito desde detrás de la silla y los niños saltaban felices:
—Aquí está, aquí está, No se fue Manchita.
—Se está pasando la gran vida —decía el viejo malo—, pero cuando ustedes se vayan, la llevo bien lejos, la ato en un alambrado y me vengo para que se pierda y no me siga, porque después se multiplica y cada vez más perros. Y yo pensaba “igual que la gente”.
Pasé unos días maravillosos. Pero un día cargaron todo en el auto, arriba pusieron las sillas plegables, atrás ataron las bicicletas, bolsos, juguetes y yo pensé “para mí no hay lugar, no me llevarán”. Entonces, sin que nadie se diera cuenta, corrí y me escondí debajo de un sillón.
—Bueno, listo todo. Nos vamos hasta el año que viene —dijo el señor.
—¿Y la Manchita? —gritó una de las niñas.
—No pensarán salir a buscarla —dijo la madre.
—Ah, no —dijo la más chiquita. —Yo salgo a buscarla.
—Pero ¿dónde vamos a llevarla?
—¿No estará adentro? —dijo el padre. — Quién sabe cuándo vendrá otra familia y se va a morir de hambre y sed.
Yo no había pensado en mi comidita y mi agua, así que al oír esto, salí corriendo y me paré al lado del auto. Puse mi colita entre las patas para darles pena a todos y dio resultado. Entonces la abuela descendió del auto y me levantó, buscó una cajita de cartón y unos trapos y me metió adentro arropándome.
—Yo me la llevo —dijo.
¡Ah! ¡Qué placer!¡Qué comodidad! Nos pusimos en marcha, La abuela me acariciaba y me daba galletitas.
Habíamos andado mucho cuando el auto se detuvo. ¡Ay, qué susto! Pero la abuela me había atado para que no me escapara y me sostuvo hasta que hice pipí.
Creo que me reí porque yo tenía temor de que me abandonaran y ella tenía miedo a que me escapara. ¿Escaparme? ¡Ni loca!
Anduvimos mucho, creo que horas hasta que llegamos a una casa donde bajó la abuela conmigo en la cajita. Los demás siguieron viaje y todos me acariciaron como despedida. ¡Qué suerte! Yo me quedaba con la abuela.
Empezaba para mí una vida feliz.
Isabel Rodríguez Orlando: Soy Manchita
