José Luis Llugain: Las Ventanas

Mi apartamento en el balneario tiene varias ventanas desde las cuales puedo observar muchas cosas, a cuál más diferente unas de las otras, pero todas me dicen algo.
Cuando me levanto por la mañana, la ventana del dormitorio me muestra el cielo; así puedo saber si tendremos o no un día de playa pues no confío en los meteorólogos. Además, al abrirla, ella cariñosamente me regala una brisa matinal que ayuda a despabilarme.
La ventana de la sala me da mucha información. Me muestra la calle y así yo puedo enterarme si llovió por la noche, cuán abrigada está la gente y si sopla o no fuerte el viento. Las huellas de la lluvia o del viento en los vidrios son indicadores muy valiosos para prever cómo será la jornada, ¡al menos, en las próximas horas!
Sin embargo, confieso, que a la ventana que siento como mi compinche es la de la cocina porque, gracias a ella, he encontrado un pasatiempo muy ameno mientas lavo la vajilla: husmear, con la esperanza de no ser detectado, en la vida cotidiana de los vecinos. No tengo por deporte invadir la privacidad ajena, como tampoco me gusta que lo hagan conmigo; pero se da el caso que, desde esa ventana, puedo ver a los ocupantes del apartamento del edificio contiguo. Su propietario lo tiene para alquilar, lo que hace que exista una rotación importante de ocupantes en él. Es así que puedo discretamente “balconear” la vida de mucha gente y conocer de manera somera su acontecer cotidiano haciendo más amena la tediosa rutina de lavar los platos.
Muchas personas han estado bajo mi observación, cada cual con su estilo y particularidades.
Por ejemplo, durante una quincena había un matrimonio con dos hijos menores bastante tranquilos, algo poco frecuente a esa edad. A los niños y sus padres los veía en la playa, pero siempre en paz y armonía. Era una linda familia.
También vi una barra de muchachos, cuya presencia noté cuando vi un montón de toallas y camisetas de equipos de fútbol secándose contra la ventana. Ellos “amanecían” luego del mediodía, después de una larga trasnochada. Al caer la tarde, los veía charlando mientras bebían cerveza preparando seguramente la salida para esa noche.
En otra quincena vi a un hombre cincuentón que teletrabajaba en horas de la mañana. Con mi compinche lo observábamos rodeado de papeles y carpetas, muy bien aspectado, con saco y corbata, aunque tal vez por debajo de la mesa estuviera en pantalón de baño y chancletas, ya que esa parte del cuerpo no era vista por sus interlocutores. A la noche, y en el mismo lugar donde se sentaba a trabajar en horas diurnas, ya vestido con ropa veraniega, montaba un variado copetín regado con cerveza en compañía de su esposa. Otra linda familia.
Ahora bien, en algún momento me he puesto a pensar que, si yo podía ver a mis vecinos, es probable que varios de ellos también me hayan observado más de una vez lavando la vajilla a diferentes horas del día (luego del desayuno, del almuerzo y de la cena) y, como consecuencia de eso, tal vez hayan tenido algún pensamiento crítico sobre mi persona:
—¿Este es el lavaplatos oficial de la casa?
—¿No sabrá hacer otra cosa más que lavar platos?
—A este lo mandan a lavar los platos para que no moleste.
—¿Cuánta gente vivirá en ese apartamento que este fulano vive lavando platos?
—Este hombre ayuda en las tareas domésticas, ojalá mi marido aprendiera de él.
Esto me lleva a concluir que, en tales circunstancias, mi ventana pasa de ser compinche mía a ser delatora de mi persona… ¡Y de eso ella no se hace responsable, se queda callada la muy pilla!
En fin, todas estas son disquisiciones veraniegas, propias de una mente que nunca deja de funcionar, aunque más no sea en cosas fútiles. Soy consciente de que cuando terminen las vacaciones, deberé poner a trabajar mi mente en cosas serias y en actividades más productivas que esta de andar husmeando en la vida de ocasionales vecinos

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