Al poco tiempo de jubilarse Ernesto, y como manera de hacerse de unos pesitos, consiguió permiso para levantar quiniela tres veces por semana. El “negocio” lo instaló en la vereda de su casa. Una mesita y una silla le bastaban para atender a sus clientes, que cada día eran más. Conforme pasaron los días, en torno al puesto se fueron acercando algunos “muchachos” de su misma edad a compartir un rato hablando de todo un poco o de nada. Poco a poco se hizo costumbre el encuentro allí. Primero apareció Carlos, luego Cacho, Pepe y por último Felipe. La cuestión era reunirse y compartir sus vidas. Ahora que estaban jubilados y tenían mucho tiempo para ellos, ¿qué mejor que estar con los amigos? Como buen anfitrión, Ernesto sacaba sillas de su casa para que los muchachos estuvieran más cómodos, pero también algo retirados de la mesita así no interferían en su trabajo. Las noticias del momento, los resultados de fútbol, los chimentos, los achaques de cada uno, todo era motivo de conversación, siempre matizada con buena onda; las risas y bromas nunca faltaban. Los días y las estaciones del año pasaban y era infaltable que la mañana de los lunes, miércoles y viernes los muchachos se juntaran allí. Si hacía frío llegaban todos abrigados, si hacía mucho calor cruzaban con mesita y todo a la vereda de enfrente a un lugar más fresco. Pero nunca faltaban a la cita salvo que alguno estuviera enfermo, en cuyo caso avisaba por teléfono a Ernesto que no concurriría esa jornada. Un miércoles faltó Carlos. Los muchachos se extrañaron de su ausencia, pero no le dieron mayor trascendencia, conjeturaron que habría tenido que ir al médico o algo parecido que le impidió concurrir. Pero cuando llegó el viernes y él también faltó sin aviso, la cara de los muchachos cambió y comenzaron a preocuparse por Carlos y su salud. Ese mediodía Ernesto llamó a la casa del amigo siendo atendido por Carmela, la esposa, quien le informó que Carlos estaba algo enfermo pero que no había razón para preocuparse. Es más, a nombre de Carlos les mandó saludos y la promesa de reintegrarse al grupo en muy pocos días. El lunes Ernesto les puso al tanto de las novedades y, si bien Carlos no fue, preveían que aparecería por allí en pocos días más. Y efectivamente así ocurrió: ese miércoles llegó Carlos con la sonrisa de siempre y muy dispuesto a charlar de todo un poco. Estuvo más alegre que en otras oportunidades reiterando hasta el cansancio lo feliz que era por estar con sus amigos. Cuando ese viernes Carlos volvió a faltar a la cita, Ernesto, preocupado, se comunicó con Carmela para saber qué le había ocurrido a su amigo, tal vez había sufrido una nueva recaída en su salud u –ojalá- fuera otra la causa de su ausencia. -¿Cómo? ¿No te enteraste?- le respondió Carmela-, Carlos se nos fue para siempre el miércoles de madrugada. Se sintió mal, llamamos al médico enseguida, pero todo fue inútil. Lo enterramos el mismo día a última hora. A mí me extrañó que ustedes no fueran al velorio, pero sinceramente yo no tenía ánimo para nada, ni para llamar a alguno de ustedes, sus amigos. Disculpame.