La libertad de expresión y sus límites

Días pasados la prensa se hizo eco de un problema suscitado por una letra de una conocida murga aludiendo a un personaje político extinto, que reavivó el siempre abierto debate sobre los límites de la libertad de expresión.

El tema no son los límites, pues no existen derechos absolutos, por lo que toda libertad fundamental debe ser lo más extensa posible hasta que choque con los iguales derechos de los demás y los fines prevalentes del Estado. De lo contrario la convivencia democrática es imposible. Por tanto, conscientes de la relatividad de todo derecho humano fundamental, como lo es la libertad de expresión, el debate se centra en dónde colocamos los límites. Ahora bien, esta problemática se vuelve cada vez más actual y acuciante dada la fábrica social de ideas diversas donde todo está permitido y tolerado, a la que llamamos pluralismo. Este pluralismo prohijado con un concepto de libertad que cada vez tiende a ser más ilimitado, en un contexto de relativismo ético, contribuye a agravar la situación. Nadie discute la importancia de la libertad de expresión para el enriquecimiento mutuo de los miembros de la sociedad, pero ello conlleva que ciertas opiniones o expresiones fácilmente puedan ofender a algunos de los miembros del colectivo.

De todos modos, esto es preferible a que desde el poder se imponga un único modo de expresar ideas y valores. En consecuencia, en nuestras sociedades democráticas liberales la ofensa es siempre un riesgo latente; es el precio que hay que pagar para que la fábrica social de ideas no quiebre. Sin duda, que este esquema sería perfecto si no existiese el concepto de ofensa y de daño, pues el defecto de este modelo está en poner la libertad de expresión por encima de la dignidad de la persona, o dicho de otra forma, creer que cuanta más libertad de expresión exista mayor será el respeto a la dignidad humana. Sin embargo, es preciso mirar la realidad desde otra postura, aquella que entiende la dignidad humana como la fuente de todas las libertades, impidiendo que la libertad de expresión sea causa de humillación a dicha dignidad. Por tanto, no podemos revestir al libre discurso de un halo de sacralidad que olvide lo realmente sagrado: la dignidad de cada persona.

Es necesario que haya límites claros, por respeto al orden público; de ello es responsable el Estado. Hay que defender la protección constitucional de la libertad de expresión, sin la cual no hay autorrealización personal, pero debe ser promovida en un contexto de límites, es decir, de respeto al derecho de los demás, sin avasallarlos. Por otra parte, sin justificar lo que ha hecho la murga en cuestión, también es cierto que en la actualidad, conforme se han alcanzado enormes derechos ciudadanos, la gente se ha hecho cada vez más sensible y reclama por todo. En este sentido, el derecho a la libertad de expresión comprende no solo las expresiones inofensivas e indiferentes, sino también aquellas que, incluso, pueden llegar a inquietar a una parte de la población, pues ese es el libre juego del pluralismo y la apertura propios de la sociedad democrática.

Lo que quedaría fuera del ámbito de protección de la libertad de expresión son aquellas manifestaciones gratuitamente ofensivas para otros o que no contribuyan de ninguna forma a propagar, incitar, promover o justificar un debate capaz de hacer progresar a la sociedad. Por tanto, puede haber expresiones que no gusten, pero si contribuyen al debate público habría que protegerlas. En todo esto, es fundamental la intención del emisor del mensaje y el contexto en el que se emite, para discernir si estamos ante algo que ofende, daña o, peor aún, constituye un «discurso de odio».

Es evidente, además, que la libertad de expresión, piedra angular de la libertad de pensamiento, alcanza su máximo esplendor en la manifestación satírica, como arma idónea para hacer crítica social desde la inteligencia humana. Por lo cual, dicha libertad fundamental, sólo puede ser franqueada cuando pretenda ser empleada para apelar directamente al odio o a una ofensa injustificada, en la medida que viola el honor y la intimidad de las personas, es decir, atenta contra su dignidad. Debemos promover la libertad de expresión y la mejor forma de hacerlo es reconocer aquellos límites, lo más objetivo posibles, que nos recuerden que este derecho fundamental es relativo y que siempre debe estar en función del absoluto humano de la dignidad de la persona.

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