M. Butierrez: El viejo de la bolsa

Mateo, el hijo menor de la familia Méndez juega a la pelota junto a sus hermanos en la calle. Lo ve venir; corre hacia su casa gritando: -ahí viene, ahí viene, el viejo de la bolsa-, y se apega asustado a su mamá que lo abraza y calma. Sus hermanos grandes son los culpables de este miedo; le han dicho que si no se porta bien, el viejo lo carga dentro de su bolsa y se lo lleva lejos.
Un hombre de andar lento, cargando una gran bolsa a su espalda (alguna vez carga otra por delante) viene recorriendo el barrio; va de recipiente en recipiente hurgando la basura hedionda; recicla envases y todo lo que pueda servir para vender por unas pocas monedas. Tras él dos perros galgos, Malevo y Miseria, tan pero tan flacos que se le notan las costillas. Hay días que tienen sobras de comida y algún hueso pelado extraído de la basura. Se arma escaramuza, entre algunos perros sueltos y sus galgos. ¡¡¡Fuera perros, fueraaa…!!! -exclama don Jacinto. ¡¡¡A ver don, ate esos perros, pueden morder a algún gurí!!! -grita una mujer. El hombre apenas sonríe dejando ver unos pocos dientes desparejos y amarillentos entre la blanca barba; sus ojos achinados tienen una mirada triste; sus cabellos son una maraña enredada entre una gorra descolorida. No es tan añoso; aparenta más edad por su desprolijidad y falta de higiene. Su casa precaria está ubicada cerca de un arroyo que cuando llueve copiosamente le inunda. Construída con chapas, madera descartable, nylon y cartón; no tiene ventana; piso de tierra y para entrar tiene que agacharse. Vive solo acompañado por sus perros que encontró abandonados; pequeños e indefensos; les dio refugio y cariño, como a hijos que nunca tuvo, por lo que le son muy fieles.
Es invierno y amaneció gélido. Jacinto saca un brasero improvisado; le coloca unas ramas secas, madera de un cajón que el verdulero le regaló; estruja una hoja de periódico viejo y sucio; enciende un fósforo que se apaga; intenta con otro y otro hasta que inicia la fogata. Humea. El humo no le molesta; más bien huele a él; su ropa y cabellos están impregnados cual perfume preferido. Se frota las manos congeladas, callosas y sucias sobre la llama flameante; se va consumiendo la leña y caen brasas candentes al fondo del brasero. Ya no larga humo; lo lleva adentro. Le agrega unos trozos de carbón de una bolsa que adquirió hace tiempo.
Es hora de aprontar el amargo; su mate de porongo y bombilla con sus iniciales son dos de sus pertenencias que atesora con mucho cariño; fue el regalo que recibió hace un tiempo, en su cumpleaños, de parte de un hermano ya fallecido. Un caldero negro por el tizne hierve sobre la parrilla; toma el mate como acariciándole, le echa yerba, lo ahueca con la bombilla y le pone un chorro de agua fría para que hinche. Troza un pan viejo y lo coloca sobre la parrilla para que se tueste; los galgos menean la cola. Arma un pucho, tiene tabaco y hojilla; este vicio lo tiene desde joven y últimamente le hace toser.
Ya es media mañana. El sol asoma tímidamente entre nubes. Es hora de salir a recorrer el barrio para obtener el sustento diario. Se abriga; se pone buzo sobre buzo de lana, un remendado pantalón, dos pares de medias, una gorra y unos guantes agujereados y toma de su improvisado camastro un saco de paño, antiguo, con botones grandes y olor a naftalina, que le regaló una señora piadosa. Se calza unas botas para lluvia. Enseguida agarra dos bolsas grandes de harina del molino para cargar lo que recicla y luego vende. Recorre las calles, lentamente, revisando la basura. De pronto de un recipiente de residuos extrae un envase con un resto de vino; con etiqueta de bodega renombrada; se lo empina con ávida sed hasta que no gotea nada. Cuenta don Juan, un vecino del barrio, que fueron compañeros de tareas rurales en una estancia de la frontera. Dice que Jacinto era robusto, guapo, hábil en el arreo de animales vacunos, excelente alambrador, buen jinete y domador. Pero tenía un defecto; le gustaba tomar vino hasta embriagarse. Comenzó a tener riñas con los compañeros y terminó preso a causa de provocar la muerte al apuñalar con un facón a un sujeto, en una pelea en un boliche rural. Al salir de la cárcel varios años después ya no consiguió trabajo por sus antecedentes penales. Aislado de su familia, se convirtió en un marginado, que seguía embriagándose día a día.
Ese día, al mediodía, como de costumbre, pasa por el boliche de doña Chicha; -A ver don Jacinto, ¿cuánto de pan y mortadela?; deme también el envase así le despacho el litro de vino tinto. El hombre paga y luego busca un banco de la plaza y allí almuerza.
Después continúa su trabajo y antes de oscurecer regresa a su humilde hogar, siempre y cuando no haya quedado tirado por ahí. Esa noche encendió una vela para alumbrarse dentro de su casucha; se siente muy cansado y el frío le cala los huesos. Enciende un pucho y fuma pausadamente, mientras cierra sus ojos. Se duerme profundamente, con los perros enroscados a sus pies, dándole calor.
Amanece; se escucha la sirena del camión de bomberos. Una densa y negra humareda se divisa rumbo al arroyo. El fuego voraz consumió toda la casucha.
Para la prensa hoy solamente hay otra víctima más a causa de un incendio: Jacinto de Souza, el popular “viejo de la bolsa”. Se investiga la causa. La gente comenta: -¡¡¡Borracho estaría!!!; ¿Se habrá dormido con el cigarro encendido? ¡¡¡Pasó de un sueño a otro!!! ¡¡¡Pobre hombre!!!
Para aquella mujer sensible que derrama lágrimas frente a lo que fue la casucha de don Jacinto, él es su prójimo. Más tarde, ya en su cálido y cómodo hogar, escribe:
INDIGENTE
Frío invierno, calas hasta los huesos; congelas el alma forastera del hombre cansado del camino que no tiene donde reposar decentemente.
Tirita; enciende un pucho que alumbra cual brasa candente.
¡Pucha! ¡Qué dura la vida! Hasta el camino se torna intransitable.
Noche sin estrellas. Luna escondida entre nubes.
Enciende una fogata, frota sus manos congeladas.
Sus perros compañeros echados a sus pies, acurrucados.
El hombre al cual los años han envejecido se duerme; mañana…
Mañana no verá amanecer.

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