Ella lo sabía. Mientras manejaba rumbo a su trabajo, pensaba en eso y tenía que hacer esfuerzo para concentrarse en el tráfico. Se dio cuenta un domingo: una mirada de su esposo a una de sus amigas fue la confirmación. Esa mirada de deseo ella la conocía muy bien. Primero pensó en seguir actuando normalmente y no tocar el tema con nadie. Sus hijos no tenían que saberlo. Sufría en silencio, hasta que un día decidió seguir al infiel y dejarlo al descubierto. Llevó los niños al colegio y luego regresó a su casa. Él se preparaba para ir a una reunión de trabajo y otras actividades. Se despidió y dijo que regresaría a la noche, pero temprano. Ella sonrió y lo acompañó hasta el auto y comentó que iba de compras y luego iría por los niños al colegio. Sabía muy bien que él se dirigía al apartamento donde lo esperaba su amante. (Lo había seguido en una oportunidad; los vio entrar juntos y confirmó sus sospechas). Sus sentimientos fueron contradictorios. Alivio porque lo había confirmado. Rabia, desilusión, profunda tristeza. Se sentía humillada y tenía que proteger a sus hijos. Por eso, tenía que actuar. Estacionó y entró en el lugar; ya sabía cómo llegar. Subió al primer piso, apartamento tres. Y llamó.