Insistí mucho en la foto familiar. Tanto que uno de mis hijos me dijo: -No seas pesada, mamá. Ya nos va a tocar. Finalmente lo conseguí. Allí estamos los seis retratados para la posteridad, detenidos en el tiempo y el espacio. Fue una alegría recibir la fotografía como obsequio. Pasado el acontecimiento, vuelto cada uno a su lugar (distintas ocupaciones, diferentes lugares del planeta), la fotografía luce de privilegio sobre el mueble. Al principio la observaba bastante seguido. Era una atracción suave pero firme. Siempre encontraba algo más que ver; siempre descubría un detalle más. Y todo lo que encontraba era bueno. Una linda familia. Valió la pena el esfuerzo. Los muchachos salieron buenos, honestos, trabajadores. ¿Se puede pedir más? Sentía orgullo sano de madre. Ahora la fotografía sigue igual. Pero mis sentimientos frente a ella no son los mismos. Se agregó otro. Uno que borra mi sonrisa y hace que ya no quiera mirarla tan seguido. Sé qué es: es miedo. Miedo al futuro ¿Qué pasará? ¿Qué será de cada uno de ellos? ¿Qué será de nosotros, sus padres? Quiero que volvamos a estar juntos como en el día de la foto. Quiero que no nos separemos demasiado, pero eso es imposible: ellos ya están enviados al espacio y al tiempo. No son más nuestros. Sus vidas los poseen. Parece tonto, pero la fotografía me puso cara a cara con el concepto de mortalidad. Nada es permanente. Vamos a irnos irremediablemente. Quisiera volver a desafiar lo ineludible y tomar otra fotografía del grupo en una dimensión desconocida donde, quizás, exista la permanencia.