Mi viaje hacia los recuerdos de mi niñez tiene siempre un destino claro: la casa de la abuela Rosa. Es un paseo agradable, feliz, donde solo hay nostalgia de la buena, de esa que te saca sonrisas.
La casa de la abuela Rosa está detrás de la plaza de deportes, con sus hamacas y subibajas, siempre llena de niños jugando. Nada de esto nos pareció jamás tan entretenido como ese pequeño hogar blanco y rústico, rodeado de flores y del dulce olor a jazmín. Todo lo que necesitábamos mi hermana y yo para divertirnos estaba allí.
La abuela Rosa era luz. Era amabilidad y amor. También era abrazos, manos suaves y caricias en el pelo. No recuerdo su voz, ni su forma de hablar, ni nada que me haya dicho, pero sí recuerdo su esencia y cómo me hacía sentir. Su casa era un lugar feliz, mi lugar seguro.
Una tarde allí significaba frutillas recién cosechadas, arrancadas por mis propias manos, pequeñas y deseosas de encontrar las más lindas y grandes. No hay un solo día en que coma frutillas y no recuerde esos momentos, porque ninguna va a ser tan dulce como las que crecían en ese fondo.
Pasar allí la tarde también significaba jugar con flores sapito. ¡Qué amor hay que tener para dejar que te arranquen tan lindas flores! Recuerdo agarrarlas entre mis deditos y jugar a que hablaban, moviendo esos pétalos de tan curiosa construcción. Pero no recuerdo ningún rezongo al respecto, ninguna advertencia de detenerme. Ella aceptaba todas nuestras locuras de niñas, y se reía con nosotras.
En la casa de la abuela Rosa no había juguetes, pero sí había arena para dibujar rayuelas y tarros vacíos de plástico para jugar a las casitas. El tiempo pasaba volando y la noche nos hacía volver a nuestra casa, pero eso no importaba porque la abuela iba a estar ahí cuando quisiéramos volver.
No recuerdo qué sentí cuando se fue. Ni siquiera recuerdo cuándo se fue. Mi mente de niña aún no comprendía la muerte, lo definitivo de ella, la tristeza que acarrea para aquellos desdichados de quienes ya es vieja conocida.
En mi memoria no hay despedidas, solo sonrisas de bienvenida. No hay dolor ni pérdida, solo alegría y juegos, frutillas y flores sapito. Le agradezco a mi mente por tan exitosa selección de recuerdos, porque es como quiero que la abuela viva en mí: toda vida y amor, nada de tristeza.
La abuela nunca se fue, y a pesar de que su casa tiene otros dueños, siempre va a ser suya. No sé si siguen creciendo jazmines o frutillas o flores sapito. No sé si algún niño juega en la arena. Solo sé que en esa casa viven más que personas, allí vive mi niñez y mis primeros recuerdos felices. También sé que mientras yo viva y mi memoria no sucumba ante el desgaste de los años, el recuerdo de la abuela también seguirá viviendo ahí, esperando a sus bisnietas con una sonrisa.
Melanie Siré: La casa de la abuela Rosa
