Melanie Siré: Sus ojos

No podía dejar de mirar la imagen que le devolvía el espejo. Aquello era imposible. Sí, aquel era su baño y sí, aquel era su espejo, pero la persona reflejada en él no era ella. Al menos no del todo. Reconocía su nariz, fina y larga como la de su padre. También reconocía su boca de labios gruesos y marcados. Su pelo se veía como siempre: lacio, largo, negro como la noche más oscura cayendo espeso sobre sus hombros. Su color de piel era el mismo, bronceado por el sol de un verano en la costa. Todo se veía igual… todo menos sus ojos.


Sus ojos, los que siempre habían deslumbrado a tanta gente por su negrura tan profunda, hoy estaban celestes. Eran tan claros que casi parecían transparentes. ¿Cómo era aquello posible?
Su corazón comenzó a palpitar con una velocidad estremecedora. ¿Acaso padecía alguna enfermedad ocular? ¿Se quedaría ciega? Aquel color tan claro y puro la estremecía, tanto que ya no pudo seguir contemplándose más tiempo.


Decidió ir directamente al hospital más cercano en búsqueda de respuestas. Llamó a su trabajo en el camino, pero por alguna extraña razón no lograba comunicarse. Una operadora le informaba una y otra vez que el número con el que quería contactarse no existía. Se rindió luego del cuarto intento, pensando que tal vez la empresa estaba teniendo problemas con las líneas telefónicas. No sería la primera vez.
Se sorprendió al ver varias tiendas nuevas en el vecindario. No las había notado en los días anteriores, pero sin embargo ahí estaban, ocupando lugares en los que antes había otros locales. Se sintió culpable por dedicarle tanto tiempo a su trabajo y tan poco a salir aunque sea a caminar por el barrio que tanto amaba y que cambiaba tan rápido.


La recepcionista del hospital debió de notar el miedo que sentía, ya que a pesar de que no podía encontrar ningún registro clínico a su nombre en la computadora, cinco minutos después estaba sentada en el consultorio de un oftalmólogo.


—Señora, sus ojos están en perfecto estado.
—Eso es imposible. Algo tiene que haber ocurrido. Mis ojos eran negros, completamente negros.
—No hay ningún indicio de que sus ojos hayan cambiado en lo más mínimo. Hice todos los estudios que me son posibles hacer y ninguno dio resultados fuera de lo común.
Hacía una hora que estaba pasando de máquina en máquina, mirando para un lado y el otro, abriendo y cerrando los ojos, enfocando diferentes cosas, aguantando diferentes sustancias en sus pupilas.


—¿Qué me está queriendo decir? ¿Qué estoy loca? ¿Qué estoy imaginando cosas?
—No, señora. Debe de haber alguna explicación, pero yo no puedo dársela.
Salió del hospital aún más confundida y asustada que antes. Necesitaba encontrar algún otro oculista para tener una segunda opinión. Algo le ocurría a sus ojos y quería (más bien, necesitaba) saber qué.
Se decidió a ir a ver a sus padres. Tal vez ellos conocieran a algún especialista mejor calificado que el del hospital.


Vivió una de las situaciones más extrañas e incómodas de su vida de camino a su hogar de la infancia. Una mujer no muy mayor que ella paró a saludarla en la vereda como si la conociera de toda la vida. Hasta le preguntó por un tal José y cómo seguía él de su fractura. Intentó decirle que se equivocaba de persona, pero la mujer no dejaba de hablar de lo horrible que se debía de estar sintiendo José, sin poder trabajar. Decidió decirle que estaba apurada, que la disculpara, que hablaban en otro momento y se fue tan rápido como pudo. ¿Cuántas cosas extrañas le ocurrirían ese día?


Llegó a la casa de sus padres casi que corriendo. Al abrir la puerta, ni su madre ni su padre parecieron notar el claro cambio en sus ojos. Extrañada, los siguió hacia el interior y, antes de que pudiera preguntarles algo, su mirada se posó en las fotos enmarcadas en la pared: se veía a sí misma de pequeña, de adolescente, ya adulta… en todas tenía ojos tan celestes como un cielo despejado. En algunas aparecía con un hombre al que jamás había visto, abrazados, como si estuvieran enamorados…


—Mary, cariño, ¿te encuentras bien?
Su corazón se saltó un latido cuando se dio cuenta de que le hablaban a ella.
Pero su nombre no era Mary.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *