Mirtha Pittamiglio: La casa de Jesús

Cuando viví en España, en mi tiempo libre solía salir a caminar por las zonas rurales de Portonovo. Era como estar más cerca de mi Uruguay. Galicia tiene mucho parecido con nuestra tierra. Su campaña descubría ante mí mucho de lo que viviera en la casona de mis abuelos paternos. Ellos eran españoles, de ahí mis excursiones a esos lares.
Aquel día iba yo caminando por una calle de tierra, el paisaje se desplegaba ante mí en un abanico de innumerables verdes, identificando la flora autóctona muy bella y perfumada que regalaba al caminante una agradable sensación de sosiego y paz. Pequeñas y humildes casitas iban apareciendo como sonrientes ojitos entre los arbustos para deleite de los míos. Todo el lugar tenía una especial y mágica vivencia. Reflejaba el ingenuo esplendor de la humildad de sus habitantes. De pronto de una esquina de lo que parecía ser un galpón, salía un grueso cordón de negro humo, alumbrado por pequeñas lengüitas de fuego, que se elevaba contorneándose al compás de la suave brisa estival, que ya se dejaba sentir. Pensé en un incendio en medio de la nada. Apresuré mis pasos tomando por el camino que me conducía a la casa y galpón. Un joven hombre sale a mi encuentro.
—¿Qué le sucede, mujer? ¿En qué puedo ayudar? Venga, cálmese, tome asiento.
Mi estupor llegaba a su límite, no dejándome emitir palabra. ¿Cómo era posible que se le estaba incendiando su galpón o lo que fuera y quería ayudarme él a mí?
Al escuchar el relato de mi exaltado encuentro vi una gran sonrisa dibujarse en su rostro.
—No, buena mujer, es mi barbacoa. Estoy asando sardinas. Mañana es San Juan y esta noche es tradición gallega reunirse la familia a cenarlas asadas.
Y así, el sentado en un tronco y yo sobre un cuero de oveja que hacía más mullida la rústica silla que me ofreciera, primero reímos de lo acontecido y luego conversamos un buen rato como si hiciera mucho tiempo de nuestra amistad y no tan solo unas horas.
Al observarlo me daba la sensación de que algo especial habitaba su ser, todo él irradiaba luz.
Me contó que vivía solo pero que con la gente de por allí se habían adoptado mutuamente protegiéndolos como un hermano mayor. Lo comprobé con mis propios ojos, chiquillos iban y venían jugando por el jardín y, un poco más lejos, hombres y mujeres hacían las tareas campestres. También comprobé que la casa de Jesús era de todos. En todo momento se veía y oía la presencia de niños o personas del lugar que iban en busca de alimentos que gentilmente él les daba, hasta una señora fue a buscar ropa para su hijito dejando a cambio otras que ya no le servían pero que podían ser útil a otro niño.
Mi cara denunciaba gran asombro se ve, porque el joven siguió su conversación explicándome que eran cómo su familia, la verdadera ya estaba junto al Señor.
—Yo soy como su hermano mayor, el que le da alivio a sus menesteres que, por cierto, en estos lugares no son pocos y ellos me dan su cariño que es mucho.
Al hacer intención de llegar al final de mi visita con un suave ademán no me lo permitió.
—Quédese a cenar con nosotros, hoy es noche de San Juan, quédese y festejamos el recuerdo de mi primo materno Juan el Bautista.
Hasta el día de hoy no encuentro el motivo de por qué mi sumisión, no pude decir que no y cené con ellos.
Aquel joven, aquella gente, el lugar, aquella tardecita-noche bajo aquel cielo que olía al comienzo del verano era como estar viviendo un sueño mágico del que no se quiere despertar.
Lo que nunca dudé —ni aún hoy dudo— es que aquella tardecita-noche estuve con el propio Jesús de Nazaret en su casa.

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