Como siempre que vamos por la ruta 5 a Montevideo, al llegar al cruce de semáforos con la ruta que lleva al aeropuerto de Carrasco, bromeamos con Juan sobre si seguimos o doblamos, y nos reímos recordando todas las veces que doblamos porque hacerlo significa que nos vamos de viaje. Porque sí, he ido muchas veces a este y otros muchos aeropuertos de los que, a no ser por algún apunte que lo recuerda, he perdido la cuenta de los que conozco. Y también los he visto sufrir la metamorfosis a través del tiempo, cada vez más modernos y tecnificados. Debo decir que me encanta ir al aeropuerto, porque me transporta a mundos nuevos y no solo por los lugares que desde allí me han permitido conocer, sino porque es viajar a un mundo de irrealidad, donde el tiempo transcurre diferente, donde las percepciones están aumentadas y me lleva a ese tiempo en el que las vivencias de cada día duran para siempre en el recuerdo, en ese viaje de colores, sonidos, perfumes y sabores. Desde que uno llega al Aeropuerto, se siente diferente, todo parece tan limpio y reluciente y los aromas comienzan a ser muy agradables. Y una vez adentro, la luz del sol desaparece y nos encontramos con la luz de escaparates perfumados donde el tiempo no existe y comenzamos a vivir la irrealidad. Nos sentimos glamorosos, y salimos perfumados y ansiosos por la llegada de ese pajarraco que nos permite volar y hace que la Tierra sea más pequeña y nos sentimos por un lado omnipotentes porque dominamos el espacio e impotentes porque todo es tan maravilloso desde el cielo que nos sentimos insignificantes y maravillados. Y se me mezclan en el recuerdo tiempos, anécdotas y vivencias. Los hubo intensos en emociones como en aquel aeropuerto en Centroamérica donde comenzamos a socializar con una señora que resultó ser venezolana y, conversación va y conversación viene, llegamos al tema de las comidas típicas y ella nos cuenta de las arepas que elaboraba y muy solícita al momento de tener que separarnos porque el altoparlante nos invitaba a abordar el vuelo, nos entrega una bolsa de un kilo de un polvo blanco que nos dijo que era harina para hacer arepas. Lo tomamos sin pensar y salimos presurosos, pero transcurrido algunos metros nos miramos con Juan y el terror se apoderó de nosotros. ¡Qué habíamos hecho! ¿Sería ese polvo blanco harina para arepas? ¿Y ahora qué hacemos? Nuestra agitación era intensa: «somos mulas trasportando cocaína», «nos esperarán en el próximo aeropuerto para quitárnosla», «estamos marcados», «nos detiene la policía», y una sucesión de horribles posibilidades se abría en nuestro porvenir y entonces planeamos cómo deshacernos de aquel «paquete». Temíamos ser vistos al abandonarlo y no nos parecían seguros los lugares en que se arroja basura y nos sentíamos vigilados espiados, filmados y desesperados. Y decidimos dejarlo en el baño. Lo oculté en el abrigo que llevaba en la mano y fui al baño y luego de cerciorarme de no ser vista, lo dejé. Cuando salí del baño sentimos que estábamos salvados. Y en un momento pasamos de ser narcotraficantes a ser viajeros que reanudaban un hermoso viaje después de una escala.