En las mañanas de invierno el sol entibia el fondo de la casa de don Ramón.
Allí su perro Simón alerta, cuida con un ojo el tejido que los separa del vecino gruñón, y con el otro ojo vigila al gato Tomás.
No le gustó nada a Simón cuando, después de tres meses de que vivía con Ramón y la esposa, llegó a la casa Tomás y, sin más, se quedó.
Don Ramón primero sorprendido, terminó aceptando que Tomás se quedara a vivir con ellos.
Simón no podía entender por qué él debía estar atado con una larga cadena todo el día y Tomás podía pasearse por el fondo, subir al muro y al árbol a afilarse las uñas o, de pronto, desaparecer sin que nadie le dijera nada.
Sin embargo, estaba seguro de que su amo lo quería, porque lo trataba con cariño y le hablaba con amabilidad y muchas eran las veces que lo llevaba a cazar o a pescar, por lo que se sentía muy feliz.
Estaba distraído en estos pensamientos y no se percató de la ausencia de Tomás hasta que lo vio aparecer con un ratón en la boca. No entendió por qué Tomás fue a colocar el ratón muerto en la puerta de la cocina. Sí lo entendió cuando vio que la cara de Don Ramón se llenó de una ancha sonrisa y lo felicitó.
—¡Seguro que lo hizo para ganarse la simpatía de Don Ramón ese gato adulador! —se dijo Simón.
A la mañana siguiente Tomás desapareció ante su atenta mirada y él cerró los ojos, molesto por lo injusta que era la vida. Solo los abrió rato después cuando lo sacaron de sus pensamientos los gritos desgarradores de una palomita que pedía socorro.
No pudo menos que ladrar cuan fuerte pudo para alertar a Don Ramón que salió presuroso pensando que alguien había entrado sin permiso a la casa y se encontró que Tomás era el que traía en la boca casi moribunda a la pobre palomita.
El enojo de don Ramón no se hizo esperar mostrándole a Tomás entre gritos que se oían en todo el barrio que las aves son libres y no se matan porque están para alegrarnos con sus cantos y sus colores y que sería la última vez que haría eso porque en la próxima tendría una penitencia que jamás olvidaría.
Simón vio cómo esa tarde y por varios días Tomás no se movió de la silla en la que se ovilló.
Pasados los días ante los ojos de Simón, Tomás desapareció y, pensando como perro que era, no podía entender que hubieran pasado seis días en los que estuvo mirando hacia el muro esperando la llegada del “amigo” sin que este apareciera. Por primera vez se dio cuenta que lo extrañaba y se sentía aburrido y solo sin él.
A la séptima mañana lo vio venir. Flaco y despeinado, apenas podía con sus patas y bajó tambaleante del muro hasta tirarse cuan largo era en la puerta de la cocina para quedar dormido.
El enojo de Don Ramón fue tremendo. Salió “expreso” al galponcito del fondo y vino a paso firme con un alambre y una tenaza en la mano y tomó a Tomás bajo su brazo y, arqueando el alambre, fabricó un collar a la medida del cuello ahora flaco del gato. De él ató una cadena que fijó al piso.
Tomás lo miraba con los ojos enormemente abiertos, pero sin fuerzas y resignado para recibir esa horrible penitencia.
Simón lo miraba de soslayo y Tomás comenzaba a entender lo que sentía su amigo todo el tiempo limitado por una cadena.
Llegó el día en que Don Ramón dio por terminada la penitencia y lo liberó sacando la cadena del collar de Tomás.
Nuevamente Tomás desapareció bajo la mirada atenta de su amigo hasta aquella tarde en que de un salto pretendió pasar sobre el tejido con tal mala suerte que su collar de alambre se enganchó y quedó ahorcado pendiendo de un alambre.
Los gritos que pudo apenas emitir fueron desgarradores y estaba a punto de dejar de respirar y resignado a su mala suerte cuando le pareció oír los ladridos de desesperación de Simón llamando a su amo.
El perro respiró aliviado cuando vio cómo don Ramón lograba destrabar el collar de su amigo y desde aquel día Tomás se dio cuenta que tenía en Simón a su mejor amigo.
Nora García: Eneamigos
