En tercer año escolar nos conocimos con Alba. Su familia hacía poco que se había mudado al pueblo y, desde el primer día de clase nos hicimos amigas. Nos sentíamos tan bien juntas que los fines de semana se nos hacían muy largos. En los recreos, la mayoría de los días jugábamos las dos solas; a veces nuestras compañeras nos venían a buscar diciéndonos “Eh, gemelas aburridas ¿no se van a cansar de estar juntas?”.
Al principio no nos gustó, pero cuando supimos lo que era ser gemelas nos encantó y empezamos nosotras mismas a llamarnos “mi gemela” la una a la otra.
Llegaron las vacaciones y nos extrañábamos mucho. Yo insistía con mi madre para que me llevara a casa de Alba a pedir permiso para vernos una o dos veces por semana. Al fin mi papá y mi hermano me llevaron a la casa. Ahí conocí a su familia: sus padres, dos hermanos y tres hermanas. Esa tarde me quedé tres horas jugando con mi gemela. A la hora de la merienda me llamó la atención que solo la hermana mayor preparara y sirviera todo: un jarro de leche fría para su padre sentado en cabecera de la mesa, un mate de yuyos a la madre, sentada al lado del esposo y luego, uno a uno, a los cinco hermanos y a mí lo que quisiéramos tomar. Luego ella no se sentó con nosotros.
Así pasamos las vacaciones; nuestra amistad crecía con nosotras.
La casa de ella lindaba con un campo donde había una cantera de balastro abandonada y uno de sus hermanos atravesó unas cañas en un hueco y luego las cubrió con hojas de palmera. Esa era nuestra casa de verano. Ahí fuimos doctoras, enfermeras, maestras, reinas, princesas, peluqueras, cantantes y madres y señoras de alta sociedad enjoyadas con guirnaldas de flores de nuestro gran jardín silvestre.
A mí me intimidaba la casa de la familia, me sentía mal por la forma en que trataban a la “hermana triste”, como yo la llamaba en mis reflexiones. Había días en que su cara estaba tan oscura. ¡Parecía tan mayor! Realmente dolía mirarla. ¿qué tenía? ¿era enferma como decía mamá o era dolor físico?
Terminamos la escuela y llegó nuestra adolescencia. Ya no jugábamos, aunque nos seguíamos queriendo mucho, despacito nos fuimos alejando porque a ella no la dejaban salir con las amigas.
Empezaron los cumpleaños de quince. Ella solo iba a los que eran en la tarde y en la casa de la cumpleañera. En pocos días sería el de Alicia, la más allegada a nosotras y la fiesta era de noche en el club con muchos invitados.
-Yo no iré. Seguro no me dejan-, dijo con la voz entrecortada por el llanto. Miré su cara: estaba tan triste como la de la hermana mayor. Me impresionó tanto que me ofrecí para hablar con sus padres. Aceptó y quedamos que en unos días yo intentaría la difícil gestión.
Ese día fui por el campo a casa de Alba, cuando llegué a la cantera me entreparé a mirar, quizás por última vez, lo que quedaba de nuestro refugio donde pasamos horas hermosas. Las hojas de palmera eran solo palitos resecos.
Crucé el alambrado. Ya en el largo fondo escuché unos gritos. Corrí. Al acercarme todo eran gritos, llantos y golpes. Alba lloraba y pedía:
-No le pegues, papá. La vas a lastimar. Por favor, papá no le pegues.
Escuché la voz desgarradora de la “hermana triste”, gimiendo como fiera herida:
-Dejalo que me mate definitivamente. Él sabe que ya estoy muerta. Hace doce años que él me mató cuando me arrancó de mis brazos a mi hijito recién nacido. Matame, matame, arrancame de una vez este dolor.
La madre solo lloraba. También la voz de Alba había mutado gritándole a su padre:
-¡No!, ¡no!, ¡no! ¡Decime que no es cierto eso tan horrible!
Corriendo desanduve el camino. No sé cómo crucé el alambrado. Temblando me acurruqué en lo que quedaba de nuestra casita. Cuando reaccioné tuve el convencimiento de que realmente éramos gemelas: sin estar juntas nos enteramos las dos al mismo tiempo de ese terrible secreto.