NORMA HERNÁNDEZ: Monólogos

Somos un matrimonio mayor. Hace seis años que vivimos acá. Mucho tiempo atrás habíamos acordado con mi esposa que viviríamos en la ciudad hasta que nuestros hijos estuvieran en casa. Nacimos en el interior y ahí queríamos terminar nuestra vida. Al principio, extrañamos un poco, sobre todo el cine, adonde íbamos juntos. Yo, los partidos de fútbol; ella, las reuniones con las amigas. Ahora cada cual tiene su mascota: ella desde hace cinco años tiene un gato y yo hace cuatro que tengo un perro que fui a buscar cuando tenía tres meses. Cuando fui a elegirlo, fue él quien me eligió a mí; puso sus patas en mis rodillas y me dijo con mirada de niño travieso y cómplice: «Soy yo el que buscás, llévame». Era precioso. Llegué a casa contento, pero mi esposa puso el grito en el cielo: «No quiero que entre y mucho menos que moleste al gato. Tú limpiarás y ordenarás lo que destroce». Pasé un año disimulando su desprolijidad. Ahora ha madurado, tal vez hasta demasiado, se ha vuelto perezoso. Cuando salimos a hacer las compras, ya no salta a mi lado como antes, camina unos metros atrás con paso cansado. Solo es realmente feliz cuando vamos al río, al igual que yo porque es cuando recuerdo las maravillosas horas pasadas con mi abuelo. Él me enseñó a nadar y a pescar. Ahora, cuando intento hacerlo, los ladridos y chapoteos asustan a los peces. En verano nadamos juntos largo rato y en invierno a él no le importa el frío. A veces se me pierde de vista y lo llamo a gritos. No sé si asustado o porque lo extraño, vuelve cansado y se tira en la arena y me observa con esa mirada cómplice y traviesa llena de preguntas que no entiendo: -¡Son tan simples mis preguntas! ¿Qué es lo que no entendés? Menos entiendo yo. ¿Por qué complicás tanto tu vida? No comés bien, no descansás bien, trabajás malhumorado, la meta que querías ayer, hoy no la reconocés. Me atás todas las noches con una cadena ¿A cuánta cosa estuviste y estás atado? ¿Por qué te ha contagiado la humanidad? ¡Vamos! Rompamos la rutina, aún hay tiempo, rememoremos las horas de río, de pesca, el tiempo de complicidad, de tus ojos traviesos, de tu sonrisa clara. Ahí, nuestras edades estaban invertidas, eras un alegre y revoltoso niño y yo, tu maduro y muy feliz abuelo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *