Constatando la insuficiencia de la inteligencia humana frente a los mayores misterios de nuestra Fe, nos queda rendir un tributo de amor y gratitud al Dios Uno y Trino, que nos ofrece un don infinitamente superior a nuestra naturaleza y méritos.
Uno de los mayores misterios de nuestra fe
Cuenta una piadosa tradición que, estando el gran San Agustín muy empeñado en intentar comprender a la Santísima Trinidad, un día soñó que veía a un niño en la playa vaciando baldes y baldes de agua del mar en una cavidad de la arena. Intrigado, se le acercó y le preguntó:
- ¿Qué haces aquí, jovencito?
- Trato de colocar toda el agua del mar en este hoyo en la arena.
- ¿Pero, no ves que eso es imposible? – le preguntó el santo.
- Sabe, Agustín, que es más fácil trasladar aquí toda el agua del mar que comprender el misterio de la Santísima Trinidad.
La sabia respuesta hizo que el Doctor de Gracia se percatara de la insuficiencia de la inteligencia humana, aún tan brillante como la suya, ante uno de los misterios centrales de nuestra Fe. […]
Hacemos parte de la Familia Divina
En el Paraíso Terrenal, Adán paseaba con Dios en la brisa de la tarde (cfr. Gn 3, 8). Dice, a este respecto, San Irineo: “El Jardín del Edén era tan bello y agradable que con frecuencia Dios se presentaba en él personalmente, paseaba y conversaba con el hombre, prefigurando lo que sucedería en el futuro, o sea, que el Verbo de Dios habitaría junto al hombre y conversaría con él, enseñándole su justicia”. [1]
Pero si este pasaje bíblico predice el inefable relacionamiento que la segunda persona de la Santísima Trinidad tendría con los hombres durante 33 años en esta tierra, a través de su sagrada humanidad, ella evoca aún más la convivencia celestial en la felicidad eterna, cuando contemplemos cara a cara al mismo Dios, que el hombre apenas atisbaba en el Paraíso.
Con la maternal preocupación de prepararnos para este sobrenatural relacionamiento, la liturgia de este domingo [Fiesta de la Santísima Trinidad] ilumina nuestro entendimiento y mueve nuestra voluntad. Pues, si por el bautismo, la gracia nos hace participar de aquello que el Espíritu recibió de Cristo, y Cristo recibió del Padre, ella nos eleva muy por encima de nuestra naturaleza humana para hacernos verdaderos hijos y herederos de la Santísima Trinidad. Como más precisamente nos enseña San Pablo: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Romanos 8, 14).
Aun siendo meras criaturas, hay en el Cielo un trono preparado para cada uno de nosotros, y la consideración de tan gran dádiva nos invita a olvidarnos de las contingencias de la vida terrena y elevar el espíritu hacia la bienaventuranza eterna. Todos nosotros somos llamados a participar de la propia vida de Dios. Pertenecemos, como miembros adoptivos, a esta familia llamada Santísima Trinidad. Este es nuestro mayor tesoro.
Sepamos dar el debido valor a esta dádiva gratuita, y procuremos comprender que, en nuestro relacionamiento diario, tenemos una insuperable matriz del convivio: el eterno amor entre las tres Personas divinas. Pues, como nos enseña la Santa Iglesia, la familia cristiana es “comunión de personas, vestigio e imagen de la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” [2]
Seamos agradecidos a la Divina Providencia, pidiendo la gracia de estar a la altura de todo lo que recibimos de Ella. Y pidamos, por medio de la hija dilectísima del Padre, Madre admirable de Nuestro Señor Jesucristo, y Esposa y Templo del Paráclito, que la Santísima Trinidad nos colme de dones místicos en el relacionamiento con el Padre que nos creó, con el Hijo que nos redimió, y con el Espíritu que nos santifica. ◊
[1] ST. IRENAEUS, BISHOP OF LYON. The Demonstration of the Apostolic Preaching. London: Society of Promoting Christian Knowledge, 1920, p.82.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n.2205.
Inspiradas reflexiones y comentarios sobre la Santísima Trinidad. Gracias Monseñor Joao Clá!!!
Muy bonita la historia de San Agustín tratando de entender el misterio de la Santa Trinidad.