Ruben Flores: La montaña

Encorvada, cadavérica, níveo ya algo ralo el pelo, y pobrísima vestimenta, años hace que la vieja escala una alta y escarpada montaña. Lento el andar, pareciera pensar antes de dar el próximo paso. Su viejo calzado no ha podido impedir que le comiencen a salir llagas en los pies. Pero ella sigue su camino; siempre cuesta arriba, cual mímica de Sísifo, soportando los avatares de la naturaleza; implacable sol de estío, crueles heladas de invierno. A veces mira más abajo, a las algodonadas nubes que habían quedado muy atrás en su camino; hasta casi el comienzo de su tiempo, y se ve acompañada de sus amados. Luego, con húmedos ojos, recuerda a los hijos que vinieron después… ¿Dónde están? ¿Qué será de ellos? Entonces un vacío grande como el mundo la invade. A medida que avanza, el empinado sendero se hace cada vez más pedregoso. Cuando se sienta a descansar por un momento a la orilla del camino, se conforta pensando “Todavía conmigo están Platero, y Lorca y Doña Juana, así que no estoy tan sola; además aquí tengo mi viejo cuaderno y un lápiz y puedo aun garabatear mis sentimientos”. Entonces deja que afloren sus emociones que plasma en el cuaderno, y eso lleva algo de alivio a su alma ya cansada. El sol no calienta mucho ahora; así que la brisa se siente más fresca. El andar de la vieja es ya más lento; días hay en los que siente las piernas más pesadas y casi debe arrastrarlas para continuar. Días de intenso frío siguieron; neblinosos a veces, a tal punto que era dificultoso poder ver hacia adelante en medio de aquella casi penumbra. Y, como recordando algún propósito hecho antes, la vieja murmura “Debo asistir a mi cita… ¡Tengo que hacerlo!” La niebla que la envuelve es cada vez más espesa y oscura, impidiéndole casi ver el camino. Anduvo largos trechos casi a tientas, hasta que le fue imposible seguir porque la niebla era ya impenetrable; nada se podía ver a través de ella, nada. Y dijo “Aquí te esperaré. ¡No te temo!” Puso su pequeña mochila a un costado; así también la vara con que se ayudó en su sufrido caminar. “¡Todavía me tengo a mí misma!”, exclamó. Ya exhausta, se acostó en el suelo mirando al cielo.

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