Los tres hermanos Pérez eran tan famosos tanto por ser muy buenos artesanos como por su incorregible informalidad. Y una cosa compensaba la otra… Solo así se justificaba que la gente les siguiera encargando trabajos. Los clientes soportaban esperar un par de días, un par de semanas o, incluso, un par de meses con tal de ser poseedores de un mueble o artículo de hierro forjado producido por sus artísticas manos. Cierto día entró un rollizo cliente al taller luciendo unos inmaculados pantalones blancos. Venía por cuarta o quinta vez a buscar su encargo. Iba acicateado por su esposa a quien se le había ocurrido un macetero igual al que había visto en la revista alemana Vogue. -¡Y hoy no vuelvas sin el macetero!- fue la amenazante despedida cuando salió de su casa. De modo que se armó de paciencia y se dejó caer por el taller. -Buenas…Pasaba por la esquina y me pregunté si habrían tenido tiempo de terminarme el trabajito- dijo con voz casual, aunque se le notaba la ansiedad. -Sí, sí. Solo le faltan los regatones. -Bueno, entonces espero a que se los pongan- manifestó pensando en el recibimiento que lo esperaba si regresaba a su casa con las manos vacías. Para darle más fuerza a su determinación se sentó, con algo de brusquedad, sobre un taburete que había cerca de la puerta, cuyo redondo asiento de madera estaba recién pintado de rojo bermellón. Los artesanos se consultaron con la mirada, se encogieron de hombros y ninguno se animó a decir nada: era demasiado tarde. El cliente esperó, con paciencia digna de Job, que el dinero se recolectara de varios bolsillos, que fueran a la ferretería a buscarlos y que colocaran concienzudamente los regatones en las patas del macetero. Cuando se lo entregaron, pagó alegremente y salió con una sonrisa triunfal llevando con ambas manos el macetero, como un trofeo y haciendo ondear en su trasero la insignia del rojo sol naciente.