La estufa quema incesantemente astillas que me calientan. ¿Cuánta leña quemamos? No sé, mucha leña que me arropa y me envuelve en su tibieza placentera. Es duro el invierno, pero me encuentra bien pertrechado. No paso frío, comida abundante y bebida caliente.
El timbre de calle me sorprende en la noche helada.
Con pereza y con cierta desconfianza me dirijo a la puerta, es una hora impropia. Me molesta tener que abandonar mi lectura nocturna, apartarme de la estufa.
Sus ojos me cuestionan, a pesar de su mirada triste; poco abrigo y manos que imploran.
—¿Qué querés?
—Calor. Veo que tiene estufa. ¿No me daría tres o cuatro astillas?
El frío de la noche me golpeó la cara, pero más golpeó mi alma semejante pedido.
No, comida no pedía. De su mano colgaba una bolsita con un refuerzo y frutas. Por el momento el hambre estaba solucionado
Era calor lo que necesitaba.
Pedía lo que a mí me sobraba, y mucho me sobraba.
Seguí mirándolo mientras se alejaba. Como justificando su situación, apretando con sus brazos las leñas, me dijo:
—Es muy frío el chaperío.
El fuego crepitaba, las llamas danzaban amarillentas y azuladas, sin embargo, no percibía si me daban calor; la situación me interpelaba.
¿Fui solidario? Creo que no. Faltó mucho para que me catalogara como tal. Solo di lo que me sobraba y que era insignificante en la estiba de leña.
Dar lo que sobra, dar algo que no significa nada en el desprendimiento.
En noches siguientes, nuevos timbres, otras gentes, unos por “algo que me dé” y otros “me da plata” … Y así sucesivamente.
Pero aquella vez me pidieron “calor”.
Me atormentaba imaginar chapas agujereadas que dejaban pasar la helada y colarse viento, mientras yo seguiría quemando astillas, y muchas astillas.
¿Será esa la solidaridad? No alcanza solo con actos nimios; me dejó sentimientos de culpa mezclados con vergüenza. Me consolaba pensando que aquel hombre, aunque más no sea por una vez, pudiera dormir acurrucado junto a su fogón.
Aquella noche la estufa, a pesar de tanto fuego, no llegó a calentarme el alma.