Antonio Lissio: El cazador con pega-pega

Ayer por la tarde fue un desconocido, quien al pasar junto a mí, me trajo un tropel de recuerdos. Vio en una vidriera dos enamorados, tan pero tan abrazados, que de su boca escapó aquel dicho, viejo, posiblemente más que mis años niños: “como agarrados con pega-pega están”.
Volví adelante la mirada, y en efecto, así estaban, dichosos de ellos, que el amor les hacía ignorar todo, dichosos ellos que les resbalaban las miradas de viejos curiosos, como él y yo.
Fue llegando a casa que vino a mi mente, aquel muchacho metido en un mameluco, que día tras día, olvidando algún deber, salía a andar y desandar calles no usadas, que para mí eran el gran tesoro que llevaban aventuras a mis años niños.
En ellos tenía mis cimbras, herencia del abuelo Antonio, que me hizo ducho en aquello de trenzar crin de caballo, o de vaca rescatada de los alambres de púa.
Poco más, poco menos, los dueños chicos de las calles del barrio, respetábamos lugares:
–Ahí están las cimbras del Ojos de uva –decía alguno al referirse a mi persona–. Allá pone cimbras el Mulo…
¿Y quién se animaba a afanarle una perdiz? Era seco pa´ la piedra. Seco o no seco, aquel cazador pituco que venía de la ciudad cazaba por los alambrados inocentes doraditos a puro pega-pega. Una pequeña pajarera con un llamador adentro era colgada por ahí a media cuadra, de uno y otro costado, un mundo de pega-pega enchastraba el hilo de más arriba del alambrado, y bien los recuerdo, cuando al acercarme, gritaban y movían las alas queriendo iniciar un vuelo que jamás fue.
Llegada la tarde, caminaba recogiendo en otra jaula, los pobres bichitos de patas embadurnadas, y de ojos suplicando ayuda, la que nunca vi llegar.
Esa mañana, yo andaba en lo mío. Se me había hecho tarde para revisar las cimbras, llegó primero el pituco del pega-pega, y al lado de mis cimbras solo rastros de plumas de perdiz (ni siquiera ocultó el pituco el delito del pega-pega.
Como de ayer el recuerdo. Entre los dueños de las calles del barrio esto era demasiado y no se dejaba pasar así porque sí. Acudí al Mulo, al Juan, y al Ocadio. Gozaban ya por adelantado cuando, onda en mano y bolsillos repletos de piedras, divisamos mi calle, ahora apropiada por un cochino ladrón.
Habernos robado entre nosotros, vaya y pase, pero no un pituco pueblerino, por más hombre que fuera.
–Buenos días –saludamos llegando al usurpador. El Juan y el Mulo, con aventuras de miles de pájaros valiosos cerca de allí, tentaron los ojos del usurpador, que ansioso los siguió a un montecito cercano. De allí, si te he visto no me acuerdo, Juan y el Mulo, lo conocían como las palmas de sus manos. Perder por un rato al pueblerino era pan comido.
Llegaron a donde el Ocadio y yo raspábamos ya con un cortaplumas, rastros de pega-pega de una jaula a la que poco le quedaba, y por entre sus rejas, de un doradito llamador se veían pocos rastros, apenas unas bostitas de pájaros, que habíamos tenido tiempo el Ocadio y yo de adornar.
Nunca más vimos al pituco pueblerino, cazador con pega-pega, y afanador de perdices ajenas.
Así éramos nosotros, así era mi barrio, diga lo que diga quién quiera, así era, y hasta el día de hoy, estoy orgulloso de haber sido un pedacito de él.

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