Salpica el sol en sus mejillas, como cada mañana cuando se resuelve a comenzar su tarea diaria. No duda, como lo hacía en otras épocas, sobre la labor que le ha sido encargada. Vive entregado al martirio del que es partícipe, encadenado, a conciencia, a la vasta calamidad de ser un mero recipiente, cada día, cada noche, hasta que asoma el alba y todo vuelve a comenzar. Como un ciclo sin fin. Como cada hoja brotando luego del frío invierno.
Ya no discute con el tiempo, ni la razón. No discute ni con su propia sombra, ni con el
Creador, quien gentilmente lo eligió por sobre todos para soportar terrible carga.
Inhala, y cierra los ojos. Escasos segundos donde se prepara, impasible ante la llegada de la oscuridad. Asoma al balcón de la torre y con sus manos extiende un velo sobre el cielo, llegando a cubrir todas las almas que peregrinan sin rumbo sobre la tierra.
Todavía tiene el cuerpo vacío de males y pesares, cuando la luz se libera a través de sus dedos y comienza a esparcirse por los frondosos valles, a través de los campos y escalando las altas colinas. Se arrastra, se sumerge, vagabundea por las húmedas calles y penetra en cada cuerpo, en cada mente, en cada alma.
Se persigna antes de comenzar, pidiendo la absoluta absolución de sus pecados que, aunque no son propios, pronto lo serán. Entonces libera todo su poder, y barre con el mal, con el dolor, con las tormentas personales de cada uno. Con la ansiedad de la joven, con la culpa del ladrón y la vergüenza del amante. Borra todo rastro de envidia, cada gota de intolerancia y toda muestra de odio.
Absorbe, sin rastros ya de reproche, toda la oscuridad que emana del mundo, nubes inmensas cargadas de pesadumbre, miseria y congoja. Nubarrones a punto de explotar, descargando lluvia torrencial que se derrama sobre los rostros martirizados, inundando los bordes mismos de la razón. Desgraciado domador de nubes, domador de tormentas, único hombre capaz de capturar a las bestias hambrientas que se ensañan con la humanidad. Él las acaricia, las amansa y las recibe bajo su cálido abrazo, para calmarlas y ofrecerles seguridad. Y ellas ya no recurren a la carne humana y su fragilidad, ya no huyen despavoridas para aferrarse a aquellos seres de quienes se alimentan.
Simplemente cierran los ojos y descansan en paz, mientras las envuelve entre sus brazos y finalmente lo penetran. Así cada mañana, cada tarde, cada noche.
Y por fin, cuando las estrellas han cubierto todo el firmamento, toda la oscuridad acumulada desaparece de su cuerpo. Ya no llora la lluvia, ni grita como un trueno, ni se intensifica como una tormenta en primavera.
Descansa, después de todo, para al día siguiente volver a comenzar.