Antonio Lissio: La carta

Miento si digo que alguien fuese capaz de leerla, ni jota entendería, años de goteras, de caricias al papel, como si fuese una madre, un esposo, un hijo, que la habían convertido en un papel viejo, sucio, manchado, para cualquiera, ilegible. Y ella, día tras día, la tomaba en sus manos, con infinito cariño, la acariciaba unas veces, otras casi con furia, la estrujaba, y al final lo mismo de todos los días, la regaba con gotas agrias, tan agrias como los días que iba viviendo, luego de abrirla por primera vez. Nuevamente, como el día primero, la tomaba en sus manos, y no la leía, de memoria, desde aquel «Madre», que estaba en el sobre, a aquel «Te amo», que ponía punto final, a la carta. Por enésima vez: Madre: Creo que donde voy a estar, es donde menos daño te haga, ya es suficiente con lo que le he hecho a ambos, de sobra conoces cómo pienso, y el por qué hace que así piense. Madre, en todos lados te veo, estás en cada mujer que miro, estás en todas. ¿Qué puedo hacer, madre, si en todas y cada una, estás tú? Y las amo, madre, como a ti te he amado. Para mi poner una oreja en sus pechos, y esperar de ellas una caricia, la tuya, la única que en ellas concibo, y…madre, no me entienden, como si esperaran de mí, un amor pecaminoso, que no siento, y que estoy seguro, no voy a sentir. Por eso me voy, madre, no hay motivo para la vida, no hay meta dónde llegar, ni habrá en mis días, llantos de hambre y mamaderas, llantos de cambiar pañales. Hoy, madre, debo decirte, que sí, alguien existe, que despierta en mí ese amor distinto, es un amigo, mi amigo de todos los tiempos. Sé, madre, que es un amor enfermo. Padre lo dijo el día que nos vio, y fue la causa de su huida. Una cosa te prometo, madre, si por una de esas lo encuentro, le lloré. Mil perdones, contigo no podrá volver, si pudiera, lo llevaría a la estación, lo que te prometo, es que lo convenceré, para que te espere una eternidad. Te amo madre. Cuentan que los chubascos del otoño, acabaron con una carta ilegible, huida por una ventana, quitada de dos manos entumecidas de una viejita, ausentes ya de fuerzas como para sostenerla.

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