Antonio Lissio: Los hijos de la luna

¡Jamás escuché algo así! Silbó el viento: “Increpar de tal modo a una madre”, y se alejó presuroso, indignado, tanto que, a poco, era ya torbellino.

Yo puedo contar cómo en verdad fue… De presuroso el viento, no escuchó todo, también hubo ruegos, y súplicas que este no escuchó, pero yo con los pies enraizados, lo quisiera o no, debía escucharlo todo.

Se refería al pobre indio que, desesperado, maldecía, imploraba y en desespero frenético, con terror en la mirada, pedía protección a la madre.

El indio en cuclillas, pendulaba su cuerpo hacia atrás, hacia adelante, hacia el sol, y hacia vos, madre de todos, y también mía.

―Madre-, le oí decir entre sollozos―. No es de aquí, debe ser hijo de la luna, no es cobrizo como nosotros, y sus ojos deben ser pedazos de cielo, tienen el mismo color.

Callaba unos instantes, luego aspirando con vehemencia el aire continuaba:

―Es como el armadillo, tiene cascarones, también la cabeza, pero si quiere, las aparta y queda igual que yo y mis hermanos, lo único que sin color. ―Madre ―continuó el indio en su vaivén―, mi hermano el Cóndor, que lo ve todo, me dijo que llegaron por el agua, en grandes botes con alas, los trajo el viento noreste, y más arriba bajaron. ¿Viste que no son buenos todos los vientos? El noreste los dejó en costas de mis hermanos, los de más al norte, y lo primero que hicieron fue dividirlos, y hacerles desconfiar a unos de otros, y nomás al poco tiempo, se amparaban bajo tus alas los hijos pálidos y vos, con tu cariño de madre, los acogiste. Hoy ya los tenemos acá. Con nosotros harán lo mismo. Solamente ellos se quieren y aborrecen otros colores de piel.

Sigue el indio en sus lamentos, esperando de su madre, una respuesta. No la tuvo, es debilidad de madre abrigar al pichón sin importar quién lo haya empollado.

Irguió su cuerpo el indio sufrido, a quien no le creyera su madre -ni a él ni al Cóndor-. Fue demasiado, y cabizbajo marchó.

Le dio la razón el paso del tiempo, pero fue tarde. Hoy vemos al indio triste, caminar ensimismado en sus pensamientos que de nada le sirvieron. Su madre dudó, quizá pensó en los celos que existen entre hermanos.

Pero para el hijo de la luna, no hay hermanos. Solo valen unas alforjas llenas.

Hoy solo hay indios sojuzgados, una madre tierra horadada, saqueadas sus entrañas, y alforjas colmadas que viajan por el mar (Si fuera el indio que hablara, diría “con rumbo a la luna”).

Pero yo, que soy tiempo, sé la verdad de todo, no fueron tan lejos, sus madres están más cercanas, y con pesar, veré que seguirá todo igual, que cuando el indio no se deslumbre con espejos, habrá otra manera de así, mantenerlos.

Un temblor recorrió la piel del tiempo, recordó la pandemia que le invade, cómo vio menguar la cantidad de su gente, las ondas de radio le contaron los dividendos que habían dejado, las acciones de laboratorios de hijos de luna, los que elaboran vacunas, y nada más pudo hacer, aparte de seguir temblando.

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