Isabel Rodríguez Orlando: La última lección

Es una tarde de verano. En rueda, a la sombra de un árbol de mora, la familia conversa. Mi padre habla en una forma extraña. Parece que se estuviera despidiendo. Los hijos escuchamos en silencio.

El tema comenzó siendo la reciente expulsión de un dictador de un país americano. En eso mi padre estaba totalmente de acuerdo. A un gobernante ilegítimo, era legítimo sacarlo con las armas. Pero él pronosticaba que, en nombre de la libertad y la justicia, ese nuevo gobierno, idolatrado por las masas, podía usar esa adhesión irracional para quedarse en el poder durante décadas y condenar a su pueblo al sometimiento y la miseria. Porque el poder corrompe. Y los hombres aman el poder por sí mismo.

Llegó un momento en que mi padre calló para que nosotros opináramos. Yo lo contradije porque idolatraba a aquellos “héroes” que salvarían su nación y se convertirían en ejemplo para el mundo.

Mi padre quería convencerme, con palabras suaves, y razonando sus frases, invitándonos a pensar, tratando de hacernos entender que no debíamos creer en dogmas revelados de una vez y para siempre.

Él, así como no creía en ninguna religión, aunque no negaba la existencia de Dios, no creía en el dogma de ninguna doctrina religiosa, filosófica o política que pretendiera imponerse por la fuerza o presentara la verdad como absoluta sin admitir su discusión.

–Algún día entenderán –dijo– y recuerden a Rodó y su concepto de la certeza de la transformación de las personas. Tú me dices que yo no tengo razón –agregó– pero yo no te digo que tú no la tienes. Yo te repito que solo quiero decirte y que lo entiendas, que algún día cambiarás y que algún día recordarás este día que tal vez sea el último en que yo les pida que no sean dogmáticos, que piensen con su propia cabeza, que no acepten verdades impuestas, que no acepten dogmas.

–Papá –dije–, estás hablando como si te fueras para siempre.

–¡Quién sabe! –me contesto como cavilando–. Tengo un extraño presentimiento, como que pronto abandonaré este mundo, este cuerpo, y mi alma se elevará a un lugar donde no hay dogmas, ni épocas diferentes, ni edades, donde me encontraré a mi gran maestro, don Quijote.

–Papá –dije ya derramando lágrimas–, nunca creíste en otra vida.

–Es que no lo sé, lo presiento, pero no lo sé –repitió–. No puedo asegurarlo.

–Papá, me asustás.

Fue la última vez que nos vimos. No regresó. Fue su premonición. Pero su enseñanza me persiguió durante décadas hasta que un día terminé por asimilar su lección. Me transformé. Amé la verdad siempre, pero nunca me aferré a “la verdad” como única e incambiable. Me considero capaz de renovar la verdad, y mientras viva la seguiré buscando.

“Las ideas llegan a ser cárcel”, dijo Gorgias.

En cuanto a “mi maestro”, como un Gorgias moderno, bebió la cicuta aquella misma tarde en una curva arenosa.

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