Dormidos, pero los mantengo, nada más un hecho fortuito, despiertan, y en tropel acuden a llenar mis pensamientos.
Como el día de hoy, cuando volviendo a mi hogar, luego de un encuentro con ex compañeros de la secundaria, hice escala en Santa Lucía.
Edith, ex compañera que en ella habita desde siempre, al dejarla frente a su vivienda me manifestó:
—¿Tenés estufa a leña?
Yo dije que sí, y al instante apareció por una puerta lateral, con un bolsón enorme, lleno de sarmiento seco.
—Es de la poda del parral —dijo—. Te vendrá bien para encender el fuego.
—Te lo agradezco, me vendrá muy bien, pero no para la estufa, lo guardaré para cuando haya uva moscatel.
Su mirada tuvo un signo de interrogación, entonces le aclaré.
—Con ceniza de sarmiento en el agua es como duran más tiempo las pasas de uva. Las guardaré para eso.
Adiviné al instante lo que pensó: “Este está loco de remate, estar haciendo pasas de uva a la vejez”.
La realidad es que así lo pensó; no perdí el sueño por ello; sin quererlo, me había quitado del cuerpo algo más de setenta años, y eso no es poca cosa.
—Muy agradecido, Edith, me has vuelto niño con un bolsón de sarmiento. ¿Te parece poco?
Y aquí estoy, mientras que el tío gallego espera que enfríe el agua con cenizas para secar sus pasas, salgo corriendo con rumbo a lo del abuelo Antonio. Me contaron que estaba meta martillar sobre un trozo de riel del ferrocarril, unos pedazos viejos de alambre de rienda.
Por la mañana, lo había visto tijera en mano, cortar una lata vacía de aceite de un litro por la parte más grande, y quitarle los filos, cosa que nadie que lo tome se corte, y bastó eso para que se me alegrara el ojo; cuando su tarea era rara, sería maravillosa sorpresa para el nieto que se imaginan.
Ocho agujeritos distribuidos de a dos, para asegurar al otro lado del tarro, dos ejes de alambre, como dos ejes de auto, los ejes esperaban prontos, cada uno con dos carreteles de madera, de hilo cadena ya gastados, y yo vi por vez primera, el carrito propio, hecho por las diestras manos del abuelo, con un trozo de piolín atado a uno de sus extremos, hicieron los deleites de este nieto, que hoy pretende ser escritor.
No niego que ya conocía camiones más bonitos, con mucho amor a menudo los traía mi madre, cuando iba en procura de unos pocos pesos, con los que la ley y el juez me habían premiado por tener la fortuna de un padre empleado en la empresa de los rieles.
Otro niño cualquiera podría burlarse de la belleza del camión que me había hecho el abuelo, pero en cuanto a fortaleza, era incomparable, era como comparar un carro de guerra, con un auto clásico.
Por favor, no cuenten esto, aunque en demasía no me molesta: al siguiente día, quien les narra, honda al cuello y piedras en el bolsillo, se había disfrazado de cazador, y de soslayo miraba todos los basureros del barrio, por supuesto, los más importantes pues, los de como nosotros ¿de dónde íbamos a sacar plata, para usar aceite en lata?